
Para aprobar un examen hace falta la voluntad de un dragón, la fuerza de una mula, la insensibilidad de una carcoma y la resistencia de un camello
Este proverbio chino nos ilustra lo que voy a explicar a continuación:
Nos adentraremos en el enigmático mundo de la antigua China, pero no hablaré de sus grandiosos monumentos ni de su poderoso ejército sino que explicaré algo menos conocido pero incluso más importante.
Sin ellos no se hubiera podido mantener el Imperio que crearon, hablaré de los mandarines, los funcionarios de su administración.
Los llamaron mandarim, por su poder y por su confusión con el verbo mandar. Administraban el vasto país en nombre del emperador.
Pero no eran elegidos a dedo o tras comprar el cargo -a diferencia de Europa- sino que debían pasar unos exigentes exámenes(keju) que les obligaban a prepararse ya desde pequeños. Así, solo los más preparados, eran los elegidos.
Su origen se remonta al siglo VII alcanzando su máximo desarrollo en las eras Ming (1368-1644) y Qing (1644-1911). Agrupándose en nueve grados iban vestidos con una insignia bordada en su vestido que les diferenciaba delante del resto de la sociedad.
El presentarse a este cargo implicaba prosperidad para él y su familia por lo que la educación del aspirante empezaba a los cuatro años de edad aprendiendo la escritura china. A los ocho años debían memorizar unos 431.000 caracteres en rima para pasar el primer examen que consistía en recitarlos y escribirlos, sin un solo fallo.
A los quince años pasaban a las academias que les instruían en el estudio de los clásicos chinos. Era entonces cuando se presentarían al examen de «la composición en ocho partes», en la que debían exponer un pasaje de las Analectas de Confucio.
Cada dos años se iban seleccionando a los mejores del distrito y, tras otro examen, obtenían el grado de bachiller (tongsheng). Posteriormente accedían a un grado de licenciado (shengyuan) que les eximía de sufrir los frecuentes castigos corporales que se producían por parte de la justicia.
Pero esto no era más que el principio. A partir de ahora era cuando realmente se jugarían el conseguir su objetivo. Debían pasar los exámenes provinciales que se celebraban cada tres años y que consistían en pasar encerrados en celdas durante tres días y dos noches, vigilados por guardias, para finalmente entregar un examen «perfecto». Los que lo conseguían obtenían el graduado provincial(juren).
El último paso para lograr ser mandarín debía realizarse en Pekín, en el mismo palacio imperial. El examen se debía realizar en el Pabellón de la Suprema Armonía de la Ciudad Prohibida y era presidido por el mismo emperador que, con la ayuda de ocho correctores que puntuarían al aspirante, debían corregir un ensayo sobre algún pasaje de los clásicos chinos, pero en esta ocasión y a diferencia de las anteriores pruebas, se rodeaban de lujo y comodidades, sirviéndoles incluso té y comida.
Si conseguían aprobar, pasaban a integrar la élite de altos funcionarios del Imperio bajo el título de doctor(jinshi).
Aunque tenían fama de ser exámenes rigurosos e incluso los corregían tres veces diferentes examinadores, el soborno era una práctica habitual al igual que las «chuletas» cosidas al vestido, la suplantación…
De 15.000 aspirantes al último examen solo aprobaban 200 y podríamos realizar el cálculo siguiente: de 3.000 jóvenes que se presentaran a los exámenes iniciales, solo uno conseguiría su objetivo final.
Muchos se presentaban en numerosas ocasiones e incluso se cuenta el caso de Liang Hao, que aprobó con … ¡82 años!
Como habéis podido comprobar, ser mandarín en la época imperial China no fue una tarea fácil.
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