La ubicación del gran Alejandro Magno es uno de los grandes misterios de la arqueología moderna. Aunque se han formulado múltiples teorías al respecto, nadie conoce con certeza el lugar de su entierro. Lamentablemente, al final de la lectura, esta incógnita seguirá sin respuesta. No obstante, espero que el contenido avive su imaginación en torno a esta destacada figura histórica.
Su dominio se extendía desde el río Danubio en Europa hasta el Himalaya en el norte de la India. En concreto, cuando se encontraba en Babilonia y ante los constantes rumores sobre su fallecimiento entre las tropas, los hetairoi no tuvieron más opción que dejar paso para visitarlo en su lecho. Había perdido la capacidad de hablar y les saludó con la mirada. En un susurro apenas audible, pidió que su cuerpo fuese trasladado al dios Amón en Egipto. Entregó su anillo de regente a su comandante Pérdicas, mientras sus compañeros le preguntaban a quién dejaba su reino. Con gran esfuerzo, respondió: «Al más fuerte». Pérdicas le consultó sobre cuándo quería que se celebraran los juegos divinos, a lo que él contestó: «Cuando seáis felices». Estas fueron sus últimas palabras. Al caer la noche del 10 de junio del 323 a.C., se confirmó su fallecimiento.
Por la sintomatología que presentaba desde unos días antes del desenlace fatal (fiebre elevada, especialmente nocturna, y dolor abdominal), se considera que la causa más probable de su fallecimiento fue la malaria o posiblemente una pancreatitis aguda, descartando la posibilidad de envenenamiento.
El traslado desde Babilonia
Se tuvo que tomar la decisión sobre el lugar y el modo en que se llevaría a cabo su sepelio. Todos eran conscientes de la importancia del emplazamiento (Babilonia, el oasis de Siwa, Macedonia…), ya que aquel que controlara la tumba podría otorgarse una legitimidad absoluta. Según las costumbres macedónicas, quien enterrara a un monarca podría aspirar a ser reconocido como su sucesor. Inicialmente se había planeado la incineración de los restos y su posterior depósito en una tumba, pero Alejandro fue momificado y colocado en un sarcófago de oro en un templo de Babilonia, antes de ser teóricamente trasladado a Macedonia.
Pérdicas partió de la ciudad para hacer campaña en Asia Menor, encargando la tarea de construir el catafalco para transportar a Alejandro a su tumba a un oficial llamado Arrideo. Este magnífico carruaje funerario tardó casi un año en completarse.
El cuerpo fue ungido con especias y envuelto en tela con motivos dorados. En cada esquina del carro se encontraban estatuas doradas de la diosa griega Niké. El techo del carruaje fue adornado de manera exquisita. En sus laterales, se representaban guardias persas y macedonios, así como su renombrada caballería, la flota y elefantes de guerra indios. Las ruedas estaban decoradas con figuras de cabezas de leones que sostenían lanzas con sus dientes. El tamaño del carro era tal que se requerían 64 mulas para jalarlo, y cada una de ellas llevaba una corona de oro y un collar de gemas.
El séquito estaba bajo el mando de Eumenes. Al partir de Siria, cerca de Damasco, desobedeció a Perdicas al hacer un pacto con Ptolomeo, uno de los lugartenientes de Alejandro, para dirigirse a la ciudad egipcia de Menfis en lugar de ir a Macedonia. En Macedonia, lo esperaba una capilla dentro del templo del Serapeo de Saqqara, en la necrópolis de la antigua Menfis, al final de una larga avenida de esfinges.
Su mausoleo en Alejandría
En el año 282 a. C., Alejandro Magno fue trasladado a la ciudad de Alejandría. Posteriormente, entre los años 221 y 204 a. C., Ptolomeo IV ordenó la construcción de un magnífico mausoleo que, según Estrabón, se ubicaba al norte de la ciudad, en la zona de los Palacios. Este mausoleo, conocido como el Soma (que significa «cuerpo» en griego), se convirtió en el santuario más famoso y sagrado del mundo antiguo. En el 89 a. C., Ptolomeo XI fundió el ataúd de oro macizo para poder remunerar a sus soldados, reemplazándolo por uno de alabastro.
La veneración hacia Alejandro Magno era ampliamente difundida, y los emperadores romanos no desaprovechaban la oportunidad de visitar su tumba. Por ejemplo, Julio César llevó a cabo esta visita tras su victoria en Farsalia en el año 48 a.C., peregrinando a la tumba de su héroe, situada entonces en una cámara funeraria excavada en la roca. Además, unos años más tarde, Octavio (quien llegaría a ser el emperador César Augusto) ordenó que sacaran a la momia del sarcófago para coronarla y arrojar flores sobre su cuerpo. Según una leyenda, al inclinarse para besar la momia, en un descuido, rompió una parte de su nariz. A lo largo de los siglos, numerosos emperadores rindieron homenaje a Alejandro Magno. Sin embargo, en el año 200 d.C., Septimio Severo, impactado por el estado de la tumba, ordenó que fuera sellada. De esta manera, la tumba sobrevivió hasta el siglo IV, quedando en el olvido después.
Se pierde la pista de su cuerpo
Algunos atribuyen la causa al gran terremoto seguido por un tsunami que azotó Alejandría en el año 365, aunque es posible que los restos de Alejandro fueran retirados y separados del sarcófago. Otros creen que fue el resultado de disturbios causados por cristianos que destruyeron el Serapeo, el principal templo pagano, arrojando el cuerpo de Alejandro a los perros. Sin embargo, no fue hasta los siglos IX y X que surgieron nuevas referencias a su tumba, aunque probablemente se refieran al sarcófago vacío y al edificio que lo albergaba, en lugar de a su momia.
La búsqueda de su tumba
Los seguidores del Islam tenían un profundo respeto por Alejandro Magno, ya que el Corán lo reconocía como un profeta. Se dice que, al entrar en Alejandría, recuperaron su cuerpo y lo llevaron a la mezquita de Attarina o posiblemente a la de Nabi Daniel. En 1798, Napoleón llegó a la primera mezquita y tomó posesión del sarcófago, mientras que en 1821 Champollion descifró los jeroglíficos que lo acompañaban, confirmando que no se trataba de la tumba de Alejandro.
Más adelante, el eminente arqueólogo Heinrich Schliemann, conocido por su descubrimiento de Troya, sostenía la creencia de que la antigua ciudad se hallaba ubicada debajo de la mezquita de Nabi Daniel. A pesar de sus esfuerzos, Schliemann nunca obtuvo el permiso de las autoridades para llevar a cabo excavaciones en el lugar.
Una hipótesis adicional es la presentada por la arqueóloga griega Liana Souvaltzi, quien afirmó haber descubierto su tumba en el oasis de Siwa en 1992. Sin embargo, tres años más tarde, un grupo de expertos verificó la escasa consistencia de sus datos.
También ha sido descartada recientemente la teoría que vinculaba una gran tumba encontrada en el norte de Grecia, en Macedonia, con el hijo de Filipo II.
Hay una interesante hipótesis planteada por el británico Andrew Michael Chugg en el año 2002. Esta hipótesis se basa en la coincidencia en el tiempo entre la desaparición del Soma y el descubrimiento de la tumba de San Marcos en Alejandría. Según Chugg, esta tumba se encuentra en Venecia, específicamente bajo la Basílica de San Marcos, dentro de la urna que contiene las reliquias del evangelista San Marcos, fundador de la comunidad cristiana de Alejandría.
Algunos escritores cristianos sostienen que el cuerpo de San Marcos fue quemado por paganos, por lo que argumentan que no puede ser el que se encuentra en Venecia. Además, según la narrativa, en el año 828, dos mercaderes lograron sacar la momia de Alejandro sin ser vistos y la transportaron en barco hasta la ciudad europea.
En teoría, sería factible determinar la veracidad de esta hipótesis a través de la prueba de radiocarbono, la reconstrucción de los rasgos faciales a partir del cráneo y la inspección de los huesos en busca de las múltiples heridas sufridas en combate, en particular el impacto de flecha en el pecho. Una vez que las autoridades competentes autoricen su estudio, si es que llegan a hacerlo, es posible que logremos descubrir la verdad.
Entre otras tumbas «perdidas» se encuentran las de Genghis Khan, Cleopatra y Marco Antonio. Sin embargo, quizás el descubrimiento más codiciado para los arqueólogos, el Santo Grial de la arqueología, sea la tumba del gran Alejandro Magno.
Algunos sostienen que el logro más significativo de Alejandro Magno fue asegurar su inmortalidad, y estoy completamente de acuerdo con esta afirmación. Este artículo busca respaldar esta idea, y como mencioné anteriormente, confío en haber estimulado su imaginación.
Una novela
La tumba de Alejandro. El enigma, de Valerio Manfredi (Grijalbo, 2011).
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