Pocas personas en la historia han tenido el poder que acumuló Carlos I de España y V de Alemania. Era el soberano más poderoso de la Cristiandad y aspiraba a hacer realidad su lema Plus Ultra (Más Allá). Tras la muerte de su abuelo Maximiliano I, en 1519, y dado que el título no era hereditario, no dudó en sobornar con 800.000 florines («donados» por los banqueros Fugger) a los siete grandes electores del Sacro Imperio Romano Germánico, y así convertirse en el nuevo Emperador, Rey de las Españas y señor del Nuevo Mundo descubierto más allá de los mares. Francisco I, rey de Francia, quedó fuera de toda opción al trono enemistándose con el futuro Emperador. Pero al igual que Carlomagno, su título carolingio necesitaba de la dignidad papal para completarse. Debía ser coronado por un Papa, el papa Clemente VII, y así nadie dudaría de que su poder venía directamente de Dios.
Las tres coronaciones:
La elección debía ir seguida por tres ceremonias: la primera, la coronación como «rey de romanos«, que debía realizarse en la Capilla Palatina de Aquisgrán; la segunda era la de «rey de los borgoñeses» o «rey de Italia», y no tenía un lugar establecido, y la tercera, la más importante, la imposición por parte del Papa.

Para la primera se fijó la fecha del 29 de septiembre de 1520, aunque la peste se cernía sobre Aquisgrán y muchos eran los que desaconsejaban celebrarla allí. Intentaron persuadir a Carlos pero era misión imposible, lo tenía decidido, debía ser en la ciudad donde se encontraban los restos de Carlomagno, la que poseía en su catedral el trono simbólico del fundador del Imperio y donde la tradición marcaba que debían ser consagrados los emperadores. Lejos de convencerle de los riesgos de la peste, Carlos solo consintió retrasar la fecha al 23 de octubre de ese mismo año.
Pero las otras coronaciones no iban a ser tan sencillas pues Francisco I decidió poner en entredicho su poder en Italia luchando por el estado de Milán. No solo perdió la batalla el rey de Francia sino que fue apresado y llevado a cautiverio a Madrid. Un año después firmó un humillante tratado para poder salir de la cárcel, aliándose con el papa Clemente VII y las ciudades de Florencia, Venecia y el ducado de Milán (Liga Clementina o Sagrada liga de Cognac). El objetivo era claro: aislarle de Europa y asfixiar su grandeza imperial. Las tropas de Carlos respondieron a la infamia saqueando en 1527 la Ciudad Eterna, debiendo refugiarse el mismo Pontífice en el castillo de Sant’Angelo (Saco de Roma) para después firmar las paces con el emperador, tanto el rey de Francia (Paz de las Damas) como el Papa (firmado en Barcelona).
Ahora sí se reunían las condiciones para formalizar su coronación divina. El papa Clemente VII (perteneciente a la familia de los Médicis) tras la humillación sufrida y en señal de duelo perpetuo, decidió dejarse crecer la barba. Se eligió la ciudad de Bolonia, perteneciente a los Estados Pontificios y próxima al ducado de Milán, ahora español. Carlos zarpó en julio del año 1529 desde Barcelona desembarcando en Génova el 12 de agosto. Mientras, la ciudad se transformó para acoger la magna coronación. El Papa llegó el 23 de octubre y diez días después entró Carlos. Su entrada a la ciudad fue espectacular. En la puerta de San Felice se levantó un arco con imágenes de los grandes emperadores romanos y en otro arco se evocaba a Constantino y a Carlomagno. Para hacer coincidir la ceremonia con el trigésimo aniversario del emperador se retrasó cuatro meses más la coronación.
El 22 de febrero de 1530 el papa le impuso (prácticamente en privado para no restar importancia a la gran ceremonia que se debía celebrar dos días después) la «corona de hierro» de los lombardos, que supuestamente tenía una banda de hierro hecha a partir de un clavo usado en la crucifixión de Cristo. Así era coronado como «rey de los borgoñeses» o » rey de Italia».

La iglesia de San Petronio fue la elegida y se levantó un puente de madera que unía el palacio Pubblico (donde se alojaban el Pontífice y el Emperador) con la escalinata de la basílica.
(…) en el día señalado, la ciudad se encontraba adornada de forma increíble. Por las ventanas del palacio papal se arrojaban constantemente frutas, bizcochos y tortas de varias clases para la gente; del pecho de dos leones dorados manaba constantemente vino blanco y del de un águila brotaba vino tinto; en un rincón de la plaza de San Petronio se asaba un buey entero, relleno de cabritos, conejos y otros animales silvestres (…) Extracto de la novela El castellano de Flandes, de Enrique Martínez Ruiz.
Precediendo al rey, cuatro nobles romano-germánicos, los duques de Saboya, Urbino y Baviera, y el marqués de Monferrato, llevaban las insignias imperiales: la corona de oro, la espada, el orbe y el cetro, respectivamente. Sostenía la cola del manto el conde de Nassau. Fue entonces cuando ocurrió algo inesperado. Algo que muchos interpretaron como un mal augurio, un castigo de Dios por el Saco de Roma. Justo después de pasar el rey, el puente se hundió por el peso del gentío que allí se agolpaba ocasionando tres muertos y numerosos heridos graves. La comitiva continuó y al entrar en la iglesia, Carlos fue ungido con los santos óleos por el cardenal Farnesio (futuro papa Paulo III). Después, en el altar mayor, el papa Clemente VII le entregó la espada que le confería «los derechos de guerra» para defender la fe, colocó el cetro en su mano izquierda y en la derecha la esfera dorada que representaba al mundo, después ciñó sobre su cabeza la diadema de oro de los emperadores (corona de los césares).
Carlos se arrodilló y besó el pie del papa, trasladándose al trono imperial que tenía dispuesto. Desde la plaza llegaba el estruendo de las salvas de artillería y los sonidos metálicos de las trompetas; las tropas allí reunidas gritaban: ¡Imperio! ¡España! ¡España!.
Poco pudo disfrutar Carlos V de los honores recibidos pues pronto tuvo que enfrentarse a quienes querían frenar sus ambiciones: los príncipes alemanes, Francisco I y los turcos otomanos. Tras veinte años de reinado, cansado y desengañado, renunció al título imperial a favor de su hermano Fernando, retirándose al monasterio de Yuste. Afecto de una dolorosa gota, el 21 de septiembre de 1558, murió de paludismo tras un mes de fiebres causadas por la picadura de un mosquito de las aguas de uno de los estanques que allí habían. En la actualidad podemos ver su ataúd en la Cripta Real del Monasterio de El Escorial, en el Panteón de los Reyes, pero dejo para otro post este increíble lugar.
Para saber más:
Memorias del Saco de Roma, de Antonio Rodríguez Villa (1875)
Links imágenes:
Tango7174; CEphoto.UweAranas; Juan Pantoja de la Cruz-Wikimedia
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