
“Otra victoria como esta y estamos perdidos” (Pirro)
A finales del siglo IV a. C. en el centro de la península Itálica, comenzaba a emerger un nuevo poder que amenazaba a las antiguas colonias helénicas del sur, era Roma. Para hacerle frente llamaron a un general griego de gran prestigio: Pirro, rey de Epiro.
Pocas veces la gran Roma ha encontrado dignos adversarios en una sola persona que pusieran en riesgo su poder y hegemonía -quizás Aníbal y pocos más-, pero el primero de ellos fue Pirro. Sus combates pusieron en jaque a la República durante sus inicios expansivos, y si el final hubiera sido otro, probablemente habría cambiado el curso de la historia en los siglos venideros.
Tarento ejercía una especie de protectorado sobre las demás poblaciones griegas y tras un tratado firmado en el año 303 a.C. se prohibía rebasar el cabo Lacinio (hoy Colonna) al ejército romano.
Las Guerras Pírricas
En el año 282 a.C. una flota de diez barcos romanos violó el acuerdo siendo el inicio de la guerra contra Roma y comenzando una serie de batallas conocidas como Guerras Pírricas (280-275a.C.) que enfrentarían a los griegos, los romanos, los pueblos itálicos y los cartagineses. Dos años después propusieron a Pirro que dirigiera la ofensiva y este no lo dudó por un momento pues le permitía expandir sus sueños de grandeza en el occidente griego.

Pirro (318 -272 a.C.), cuyos ancestros se consideraban descendientes del propio Aquiles, sus dotes militares quedaron bien demostradas años atrás al combatir en los ejércitos de dos de los antiguos generales de Alejandro Magno, Antígono y Demetrio.
En la primavera del año 280 a.C. desembarcó con 3.000 caballos, 20.000 soldados de infantería, 2.000 arqueros, 500 honderos y 20 elefantes, tomando la ciudad de Heraclea. Los romanos pudieron comprobar el efecto letal de esos «monstruos desconocidos» hasta entonces. Los elefantes avasallaban todo a su paso y los romanos no pudieron hacer otra cosa que huir. Durante la batalla, aunque las bajas por parte de Pirro fueron inferiores a la romanas, una gran parte de sus oficiales y sus mejores tropas cayeron.
Después de eso…

El efecto de la victoria sobre los romanos hizo ganarse a su bando otros pueblos enfrentados a los romanos: lucanos, brucios y samnitas. Avanzaron hacia el norte hasta Praeneste, a tan solo 35 kilómetros de Roma. Pirro envió a su hombre de confianza, Cineas, que ofreció la paz a los romanos a cambio de que dejaran libres las ciudades griegas del sur y respetaran los territorios de los samnitas, lucanos y brucios.
Las perspectivas de la República eran tan negras que los romanos temían ser invadidos y su ciudad arrasada. El Senado estaba dispuesto a acceder a las demandas de Pirro pero entonces ocurrió un hecho que cambió el destino al que se encontraban abocados: Apio Claudio Ceco (340-273 a.C.), patriarca de la República, ya anciano y ciego pero siempre muy respetado, se hizo llevar hasta la Curia y dijo con tono patriótico:
«Prefiero estar sordo, además de ciego, para no oírles deliberar sobre una paz vergonzosa»
Ese mismo día se rechazó la idea de la rendición reclutándose nuevas legiones para luchar. Pirro tuvo que retroceder y un año después se enfrentaron en la Batalla de Asculum donde cayeron 6.000 romanos por 3.500 soldados del ejército de Pirro. A pesar de la victoria sobre los romanos, esta nueva victoria le obligó a retirarse a Tarento para pasar el invierno sin mayores avances. Pirro contestó a los que le felicitaban por haber vencido a los romanos, diciendo:
«¡Otra victoria como ésta y estaré vencido!»
Plutarco recogió esta anécdota en sus Vidas paralelas, acuñando la expresión “victoria pírrica” al éxito logrado a un coste muy alto, y que no siempre merece la pena conseguir.
Pirro fue considerado un gran estratega. Sus victorias se llevaron sin crueldad innecesaria y como gobernante su conducta fue siempre afable. En lo que respecta al arte de la guerra algunos le comparaban incluso con el mismísimo Alejandro Magno. Pero su final, su muerte, no fue en ninguna batalla ni siquiera fue ocasionada por una enfermedad. En la ciudad de Argos recibió el impacto de una teja arrojada por una anciana, siendo asesinado (decapitado) por un soldado mientras se hallaba inconsciente en el suelo por el golpe.
Un ensayo:
Historia de Roma (I-II). Theodor Mommsen. Turner, Madrid, 2003.
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