
España, siglo XVIII. El molendero recorría la geografía del país cargando una piedra curva sobre su espalda. Tras llegar a un pueblo cercano a Madrid se disponía a moler, arrodillado, sobre la misma piedra, las semillas del cacao. Tras mucho esfuerzo, extraía una masa líquida conocida como pasta de cacao. Después, en un jardín señorial, unos sirvientes lo mezclarían con vainilla, canela y azúcar, convirtiéndose en una fina pasta.
Tras calentarlo en una vasija de cobre se vertía en una chocolatera, de porcelana o plata para servirse después en las jícaras, unas tazas que se disponían sobre mancerinas de porcelana, una bandeja inventada por don Pedro Álvarez de Toledo, marqués de Mancera, para que el chocolate no se derramase. Así se acabaría por disfutar acompañado de bizcochos y otros dulces para mojar.
Esta imagen se repetía cada día por toda Europa. La afición por el chocolate se convirtió en una moda entre los nobles y la realeza. Ana de Austria, hija de Felipe III fue la que impuso la costumbre de merendar y desayunar chocolate en Francia, tras su boda con Luis XIII. En España los Borbones, sobre todo Felipe V y su hijo Carlos III, también lo solían tomar cada mañana. Y ya durante el siglo XVIII Juan de Mata lo introdujo en la repostería inventando la espuma de chocolate, la precursora de la mousse.

Retrocedamos en el tiempo…
Desconocemos cuando fue el primer contacto entre los españoles y el chocolate que consumían mayas y aztecas pero sí sabemos que Colón, en su cuarto viaje al Nuevo Mundo, interceptó una embarcación maya que transportaba semillas del árbol del cacao, unas almendras que en ese momento no podía imaginarse que con los años se convertirían en algo muy codiciado en Europa.

Los aztecas recibieron de los mayas el secreto de esa bebida divina conocida como chocolate. Pensaban que las semillas de las que lo obtenían eran representación del dios de la sabiduría, Quetzalcoatl. Esas almendras eran tan importantes para ellos que incluso las utilizaban como moneda, llamada Amígdala Pecuniaria por los españoles.
Al principio no lo vieron con buenos ojos debido a su amargura, incluso decían que parecía más bien «una bebida para cerdos que para ser consumida por el hombre». Pero después de presentárselo Hernán Cortés al emperador Carlos I, todo cambiaría.
Los monjes cistercienses lo difundieron a pesar de las críticas de los jesuitas que consideraban su consumo contrario a los preceptos de mortificación. Y se abrió el debate: unos lo defendían mientras que los detractores decían que se tomaban en períodos de ayuno. Sería el cardenal François Marie Brancaccio el que dijera que el líquido no infringe el ayuno, aceptando así la Iglesia su consumo.
No obstante, durante el siglo XVII estaba tan extendido su consumo que incluso las damas se lo hacían servir en mitad de los aburridos e interminables sermones eclesiásticos, volviéndose a oponer la Iglesia a su consumo, al menos durante las homilías. No sería hasta el siglo XIX, con la Revolución Industrial, que se abaratara su obtención, acabando por ser desplazado por el té y el café, aunque sin duda sigue siendo muy apreciado por adultos y sobre todo niños.


Para saber más:
Curiosidades y ciencia del chocolate
Historia del chocolate en España
Links imágenes:
Yelkrokoyade; Outisnn; SuperManu
Información basada en el artículo de Fátima de la Fuente de la Universidad de Neu-Ulm (N.G. Historia)
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