Practicar el coito llevando consigo una oreja de mula o excrementos de elefante, pasar sobre la sangre menstrual de otra mujer o untarse con ella, comerse una abeja o un corazón de ciervo
Estas eran algunas de las sorprendentes recetas anticonceptivas que recomendaba el médico (y filósofo) Pedro Hispano en su obra el Tesoro de los pobres. Pero claro, quitando la nula eficacia de las mismas, ¿dónde encontrar elefantes? Tampoco hallaríamos ninguna mula que pudiera oírnos y en cuanto a las abejas, las reservas de miel se agotarían en pocos meses, una faena para los golosos.
Pero Trótula de Salerno (siglos XI-XII) tampoco se quedaba corta en este aspecto y en su obra Las enfermedades de las mujeres antes, durante y después del parto, enseñaba:
Ponerse sobre la piel un útero de cabra virgen o guardar en el pecho los testículos de un macho de garduñas envueltos en piel de ganso
La mujer durante el Medievo fue educada para ejercer la función de ser madre y esposa, destino difícil y peligroso pero de vital importancia para la supervivencia de la sociedad. El embarazo, el parto e incluso el postparto eran períodos que aumentarían el riesgo (nada despreciable ya de por sí) de morir, y si añadimos que sus conocimientos médicos se basaban en explicaciones y recetas llenas de misterios la situación empeoraba considerablemente.
Conscientes de que los recién nacidos eran más vulnerables a las enfermedades y a los malos espíritus, en sus cunas les colgaban malaquita para que les protegiera, amamantándoles nodrizas pues pensaban que la primera leche materna (calostro) era nociva, ¡craso error!
La infancia la dividían en tres etapas: 0-3 años (la de la palabra); 3-5 años (la del juego) y 5-7 años (la de la razón) ¡Qué diferente a nuestros tiempos! Así pues, la suerte de «ser niño» duraba poco, poniéndoles a trabajar en el campo tempranamente. De ahí también la importancia de saber el sexo del futuro bebé:
Sería un varón si el ojo derecho se movía más, la mujer se sentía más ligera y tenía mejor apetito, la mejilla derecha engordaba pronto, adelantaba primero el pie derecho al caminar y si se hinchaba más la parte derecha del vientre.
El momento en el que se había producido la fecundación era algo que podía determinar el futuro del recién nacido y parte de culpa lo tiene Bernardo Gordonio que en su obra Lilio de la medicina explicaba:
Si un niño es engendrado en el tiempo de la menstruación, esta clase es muy mala, porque los así concebidos pocas veces escapan de lepra o de otra enfermedad
Dilemas del sexo y del momento de la concepción aparte, se podía plantear una tercera cuestión: continuar o no con esa gestación. Tenemos que es un niño (mejor, así ayudará más tempranamente a labrar el campo) y no, no ha sido concebido durante la menstruación (cosa que por otra parte era más que improbable). Si decidían por la primera opción, cuidaban de practicar el coito, evitar los golpes y no tomar medicinas que les produjeran vómitos o diarreas. Algunas mujeres hervían en aceite hierba de huerto, espinacardo, almáciga e incienso, para después aplicárselo en el vientre. Pero si optaban por interrumpir el embarazo (acto que se consideraba un homicidio y podía ser castigado incluso con la muerte) consumirían la artemisa, el anís o el hinojo.
Así no era nada fácil ser madre y llevar un embarazo a buen puerto en aquellos tiempos. Si incluso en la actualidad consideramos a la gestación como una etapa «de riesgo» en la mujer, en aquellos tiempos había que ser muy valiente para asumirla.
Por suerte para las mulas se quedaron muchas mujeres embarazadas…
Para saber más:
Información basada en un artículo de la historiadora Pilar Cabanes en National Geographic Nº 48, y en otras fuentes propias del autor.
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