Existen santos para todas las profesiones: carpinteros, arquitectos, bomberos, artistas, periodistas, médicos… incluso existen protectores para las mordidas de perro (san Ubaldo), posesiones diabólicas (san Ciriaco) y empleados de gasolineras (san Eligio). ¿Y para nuestros políticos? ¿Existe alguien que les proteja? Aunque pueda extrañar a más de uno también tienen un protector desde que en el año 2000 lo proclamara el papa Juan Pablo II, santo Tomás Moro.
Recientemente vi la serie de televisión Los Tudor basada en el reinado de Enrique VIII de Inglaterra, recomendable aunque en mi opinión se hace un poco “lenta” en algunos momentos. En uno de los capítulos presentan el juicio y la sentencia a muerte de Tomás Moro, uno de los grandes pensadores del siglo XV. Puedo aseguraros que me dejó pensativo durante días.
Nació en el Londres de 1478, teólogo, político, jurista, humanista, pensador… Ingresó a los 23 años como laico en un convento cartujo (aunque antes dudó mucho en hacerlo en uno franciscano) donde se dedicó al estudio religioso destacando los comentarios de la obra de De civitate Dei, de San Agustín de Hipona. Una de sus obras más importantes es la conocida Utopía.
Tras abandonar este retiro se dedicó a su antigua profesión de jurista, en la que pocos le hacían sombra. Se casó en dos ocasiones (su primera mujer falleció) y tuvo varios hijos, pero eso no le impidió seguir manteniendo una vida profundamente religiosa (siempre llevaba un cilicio en la pierna y ocasionalmente se flagelaba). Nombrado por el cardenal Thomas Wolsey en 1523 Portavoz de la Cámara de los Comunes, dos años después llegó al cargo de Administrador Mayor de la Universidad de Cambridge y Canciller del Ducado de Lancaster. El rey le tenía estima y en ocasiones se presentaba sin avisar en su casa para hacerle una visita y poder conversar amigablemente. En el año 1529 sucedió a Wolsey en el puesto de Canciller de Inglaterra, siendo la primera vez que un seglar ejercía esa responsabilidad. Entre los deberes que implicaba el cargo uno era el de velar por el cumplimiento de las leyes en contra de los herejes.
Tomás Moro, detractor de la Reforma protestante y sobre todo de Martín Lutero, la consideró una herejía y una amenaza a la unidad de la Iglesia y de la sociedad. Aunque no dudó en repudiar los «vicios» de los herejes nunca llegó a odiarlos, y durante los años que estuvo en el cargo solo fueron multadas por herejía cuatro personas.
En 1532 renuncia a su cargo de canciller, negándose dos años después a firmar el Acta de Supremacía que representaba un repudio a la supremacía papal. Además también se opuso al tan deseado divorcio del rey Enrique VIII con la reina Catalina de Aragón, que le permitiría casarse con Ana Bolena.

En marzo de 1534 se aprobó el Acta de Sucesión, el cual obligaba a todos a jurar reconociendo a los hijos de Enrique VIII y Ana Bolena como herederos legítimos al trono, anulando así el derecho que tenía María, la hija que tuvo con Catalina. En abril le tocó jurar a Tomás Moro, negándose y siendo condenado a prisión y encarcelado en la Torre de Londres.
Durante su cautiverio pasó el tiempo rezando y haciendo penitencia a pesar de sufrir por su «ya antigua enfermedad del pecho. por la grava, las piedras, y por las restricciones». Cuando recibía alguna visita siempre intentaba mostrar que no había perdido su habitual alegría y ganas de bromear hasta que el 6 de julio de 1535 sería enjuiciado, acusado de alta traición. El emperador Carlos I de España y el Papa, intentaron inútilmente que le fuera conmutada la pena a cambio de prisión perpetua, para poder salvar a la mente más privilegiada de esos momentos.

Se mantuvo íntegro hasta su último aliento y nunca abandonó su sentido del humor.
Mientras subía al cadalso le dijo a su verdugo «Le ruego, le ruego, señor teniente, que me ayude a subir, porque para bajar, ya sabré valérmelas por mí mismo». Arrodillado, miró a todos los presentes y gritó entre las súplicas de perdón del pueblo «Muero siendo el buen siervo del Rey, pero primero de Dios». Levantó bruscamente los brazos en cruz para señalar a su ejecutor que estaba preparado para morir y cayó fulminado tras ser separada su cabeza del cuerpo.
Esta muerte fue una pesada losa en la conciencia de Enrique VIII que hizo prevalecer su voluntad real sobre todo lo demás.
Beatificado junto a John Fisher (el único obispo que durante la Reforma inglesa mantuvo lealtad al Papa) por el papa León XIII, en 1886, fue canonizado por la Iglesia católica el 19 de mayo de 1935, por el papa Pío XI. La propia Iglesia anglicana lo considera también un mártir de la Reforma protestante. Actualmente sus restos se encuentran en una bóveda subterránea de la Torre de Londres.
Una pelicula:
A Man for All Seasons, de Fred Zinnemann (1966)
Para saber más:
Deja una respuesta