
En una pared de la Capilla del Corpus Christi de la Catedral de Burgos se puede ver un arcón conocido como el Cofre del Cid. Cuenta la historia que corresponde al arca con la que Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid Campeador, avaló el dinero que solicitaba para pagar a los trescientos caballeros que le acompañarían en el destierro decretado por el rey Alfonso VI, pidiéndolo «prestado» a los judíos Raquel y Vidas de Burgos. Al llegar a casa de los prestamistas, les convenció para que aceptaran su trato: el dinero a cambio de un cofre que contenía todas las joyas de su familia. Los judíos pensaron que conseguirían mucho más capital del que dejaban, así que aceptaron. Rodrigo, tras recibir el importe, salió de la ciudad con sus hombres dejando a los judíos con el cofre. Tras abrirlo su sorpresa fue mayúscula. No había tesoros, ni joyas, solo tierra y piedras, siendo demasiado tarde para reclamar nada. Existe otra versión de la leyenda que cuenta cómo Rodrigo realmente entregó el cofre lleno de joyas pero, ante la avaricia de los judíos, estas se convirtieron en piedras, piedras que volverían a convertirse en joyas cuando regresó a Burgos con dinero suficiente para saldar su trato. Sea o no real, lo cierto es que este relato se encuentra en el «Cantar de mio Cid» como una muestra de las malas artes empleadas por los cristianos con los judíos, aunque otros piensan que no fue más que una manera de castigar la codicia de los prestamistas.
La figura de Rodrigo Díaz fue real pero se le ha engrandecido de tal manera que se ha puesto en su vida episodios que deforman esa realidad, como ganar batallas después de muerto. Todo cuanto le rodea adquiere tintes legendarios pero eso no quita la grandeza del personaje histórico.
Escrito en algún momento entre fines del siglo XII y principios del siglo XIII, con las gestas de Rodrigo aún muy frescas en el recuerdo, el Cantar tiene todo lo que debe tener un best seller literario, y en eso se convirtió. Tenemos una copia del original, escrita por el copista Per Abbat en el siglo XIV. Unos, los menos, dicen que fue él quien lo escribió, incluso los hay que dicen que el autor fue un árabe, pero el catedrático de Literatura Española en la Universidad de Zaragoza y uno de los mayores expertos en el tema, Alberto Montaner, afirma que ese saber y respeto que desprende la obra hacia los árabes de la Península nace del contexto cultural del momento en el que existía un conocimiento del medio islámico, así que rechaza dicha proposición. Lo que sí parece más claro es que su autor era alguien culto (quizás un notario o letrado) con profundos conocimientos legales y geográficos. Es en este contexto histórico que hay que situarlo.

Fernando I el Magno, rey de León, tuvo la fatídica idea de dividir su reino entre sus tres hijos: Castilla para Sancho; León para Alfonso y Galicia para García. Pero lejos de llevarse bien guerrearon entre ellos para aumentar el poder en sus reinos. Al final, será Alfonso quien hereda la corona no sin antes tener que jurar, obligado por Rodrigo Díaz, en la iglesia de Santa Gadea de Burgos, que no participó en la traición que acabó violentamente con su hermano Sancho (aunque muchos rechazan la historicidad de este episodio). Esto no hizo más que aumentar la desconfianza entre el rey y Rodrigo Díaz, aunque poco después Alfonso le ofrece en matrimonio a su sobrina Jimena con ánimo de acercarse a él. Sin poder conseguir su objetivo, Rodrigo Díaz acabaría sufriendo dos destierros que aprovecharía para tomar distintas plazas del Levante español dominándolas de forma autónoma a la autoridad de cualquier rey. Así pues, la Península se encontraba desmembrada en mil reinos después de haber vivido cuatro invasiones almorávides.
El Cantar es la primera gran obra narrativa de la literatura española escrito en romance y es el único cantar épico conservado casi completo (solo faltan la primera hoja del original y otras dos de interior), actualmente conservado en la Biblioteca Nacional en Madrid. Narra en 3735 versos las heroicas hazañas del caballero castellano en la última parte de su vida (el destierro de Castilla, la batalla con el conde de Barcelona y la conquista de Valencia).
La fecha de nacimiento de Rodrigo Díaz se supone entre 1045 y 1050, siendo natural de Vivar del Cid, a diez kilómetros de Burgos. El sobrenombre de “Cid” no era exclusivo de él ya que se aplicó también a otros caudillos cristianos, pudiendo ser usado como tratamiento honorífico por sus contemporáneos valencianos y zaragozanos. Tras su muerte, en el año 1099, su esposa doña Jimena se convirtió en señora de Valencia, defendiendo la ciudad junto a su yerno Ramón Berenguer III hasta que en mayo de 1102 la abandonaron con la ayuda de Alfonso VI.
Y es que nuestro héroe no descansa en paz ni tan siquiera mil años después de morir ya que, como si de otro destierro se tratara, sus restos óseos están distribuidos por toda Europa: Francia, República Checa, Alemania… hasta en la sede de la Real Academia Española de la Lengua en la que hay otro fragmento de su cráneo (o al menos eso se supone).
Tras su muerte en Valencia y dos años después con la entrada de los almorávides en la ciudad, doña Jimena se llevaría los restos de su esposo al monasterio burgalés de San Pedro de Cardeña, donde según la leyenda se encuentra enterrado su caballo Babieca. Allí mandó construir el rey Alfonso X, en 1272, un sepulcro labrado en la capilla mayor para honrarle:
Aquí yace enterrado el Grande Rodrigo Díaz, guerrero invicto, y de más fama que Marte en los triunfos.
Debido a las obras de rehabilitación que se tuvieron que ir haciendo con el paso del tiempo, se trasladaron a la sacristía, a un lateral de la abadía y en 1736, a una capilla. Llegaría entonces la gran profanación en 1808 con las tropas napoleónicas y aquí destacan dos nombres: el del conde de Sam-Dick, que los acabó regalando a un príncipe alemán (aunque volverían a España a fines del siglo XIX), y el del barón de Delammardelle, del que los huesos parece que acabaron repartidos entre la localidad de Brionnais, en la Borgoña francesa, como propiedad de un particular, y en el palacio checo de Lazne Kynvart, donde son actualmente custodiados.
El general Thiebault quiso reparar ese daño cuando en 1809 dio sepultura a los pocos restos que quedaban en un mausoleo levantado en el paseo del Espolón. Al finalizar la guerra, el Ayuntamiento de Burgos reclamó que se devolvieran los que fueron robados, y con la desamortización, volvieron a estar expuestos a los bandidos. Aunque faltaban restos del cráneo y algunos huesos de las manos y de los pies, por fin se trasladarían en 1921, en presencia del rey Alfonso XIII, al Crucero de la catedral de Burgos así como también a una de las antiguas puertas de la ciudad, en el Arco de Santa María, donde se conserva un hueso del héroe.
Recientemente, en el año 2007, el gobierno Español reclamó al checo estudiar la autenticidad de los restos solicitando la devolución de un trozo de cráneo y de un fémur de doña Jimena, pero de momento todavía estamos esperando que accedan.
La actual tumba de la catedral de Burgos tiene una losa de granito rojo con un epitafio que se le encargó a Menéndez Pidal:
A todos alcanza honra por el que en buena hora nació.
Cid Ruy Díez só, que yago aquí encerrado
e vencí al rey Bucar con treinta e seis reyes de paganos.
Estos treinta e seis reyes, los veinte e dos murieron en el campo;
vencílos sobre Valencia desque yo muerto encima de mi caballo.
Con esta son setenta e dos batallas que yo vencí en el campo.
Gané a Colada e a Tizona: por ende Dios sea loado.
Amén.
(Epitafio épico del Cid)
Sin embargo, Rodrigo Díaz de Vivar, el caballero castellano más grande, sigue desterrado en tierra extraña.
Una propuesta:
Para saber más:
Poema de mio Cid- Cervantesvirtual.com
Links fotos:
Información basada en Diariodeburgos.es; Enterramientos del Cid
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