
Las epidemias han sido un azote constante a lo largo de la historia. Peste, difteria, cólera, gripe, viruela y tifus han sido algunas de las enfermedades que han diezmado a la población causando auténtico terror en muchos pueblos y ciudades de todo el mundo. Nadie permanecía a salvo de ellas y afectaban a todas las clases sociales: ricos, pobres, reyes, mendigos… nadie estaba a salvo. Desde la gran epidemia de Atenas acontecida en el año 428 a. C., que mató a un tercio de la población de Atenas -entre lo que se cuenta Pericles- hasta la gran peste de Justiniano que causó la muerte a 300.000 habitantes de Constantinopla, o la más reciente epidemia de cólera en España a mediados del siglo XIX, que se cobró 800.000 víctimas. Lejos de pensar que eran debidas a un castigo divino estaban causadas por unos microorganismos que no se comenzaron a identificar hasta bien entrado el siglo XVII. Hoy, hablaremos de una de esas bacterias, la Salmonella, causante de la fiebre tifoidea, y más concretamente de una mujer a la que se le conoce con el sobrenombre (nada agraciado) de María Tifoidea, la primera portadora sana conocida de dicha enfermedad en los Estados Unidos.
La fiebre tifoidea (no confundirla con el tifus, que se produce por otra bacteria) es una enfermedad infecciosa que se transmite por contagio fecal-oral y que se propaga a través de alimentos, agua o bebidas contaminadas, ya sea por las manos sucias de portadores sanos -que los manipulan-, por contacto con moscas que transportan los gérmenes de las heces a los alimentos o por aguas polucionadas por otras residuales. El ser humano hace de reservorio de la enfermedad y su evolución clínica sigue un característico patrón: tras un período prodrómico de una semana (en el que no hay síntomas), suele aparecer una fiebre que paulatinamente se eleva hasta llegar incluso los 40 ºC, malestar general y en algunos infectados brota en la piel del tronco unas manchitas de color entre rosa y rojo que desaparecen a los pocos días y una diarrea que se identifica como en «puré de guisantes». Los enfermos suelen permanecer estuporosos (de aquí su nombre, del griego typhos=estupor) y comienzan a presentar delirios. Si no se trata la enfermedad pueden surgir complicaciones como hemorragias, perforaciones intestinales o incluso shock séptico.
Actualmente el diagnóstico se realiza cultivando el germen en sangre (o en otros medios) o por técnicas de aglutinación, y desde que el patólogo alemán Karl Joseph Eberth descubriera la bacteria en 1880, se desarrollaron diferentes vacunas que actualmente son imprescindibles de administrar antes de viajar a zonas endémicas. En lo que a mortalidad se refiere, sin tratamiento, el 10-30% de los casos acaban falleciendo, pero en la actualidad, con rehidratación y la administración de antibióticos se reduce al 1%.

Pero volvamos a nuestra «protagonista» de hoy. Debemos retroceder al Nueva York de principios del siglo XX. Su nombre real era Mary Mallon, una irlandesa nacida en 1869 que emigró a los Estados Unidos con quince años de edad. Para subsistir tuvo que hacer de cocinera para familias pudientes de la ciudad y, aunque de mal carácter y peor lenguaje, se hizo fama por su buen oficio. Primero trabajó en una casa en Mamaroneck, dos semanas más tarde contrajeron la infección. Poco después se mudó a Manhattan, donde trabajó para dos familias más a las que también contagió la fiebre tifoidea.
Los hospitales recibían más y más casos provenientes de familias acomodadas de la parte alta de la ciudad cuando lo habitual era que la enfermedad se originara en suburbios donde las condiciones higiénicas reinaban por su ausencia. No será hasta 1906 que las autoridades sanitarias relacionaran a la cocinera con la epidemia, tras trabajar en Long Island al servicio de un importante banquero, Charles Henry Warren, a los que infectaría a su esposa, dos hijas y tres personas más del servicio doméstico. Se trataba de un caso insólito y las autoridades sanitarias estaban totalmente desconcertadas ya que Mary Mallon transmitía la enfermedad sin estar ella misma enferma. La búsqueda determinó que había trabajado en siete casas, infectando a 22 personas.
Cuando quisieron localizarla en la casa de los Warren ya no se encontraba allí, y tras una ardua búsqueda dieron con ella en otra casa para explicarle lo sucedido. Mary Mallon no entendía nada de lo que le estaban explicando y tras resistirse, acabó siendo arrestada poniéndola en cuarentena en North Brother Island, una pequeña isla situada a unos pocos cientos de metros del Bronx, en el East River, donde permaneció dos años hasta que fue liberada.
Pero aquí no acabaron sus penas sino todo lo contrario. Meses después, la comisión de salud de la ciudad se compadeció de ella haciéndole prometer que nunca más trabajara como cocinera si quería volver a ser libre. Ella aceptó, pero no cumplió su palabra y cinco años después apareció un nuevo foco de fiebre tifoidea en Manhattan en el que todo apuntaba a que en esta ocasión era otra cocinera, apellidada Brown, la posible transmisora. En realidad, era la misma Mary Mallen que se cambió el apellido.
Finalmente, en 1915, el Departamento de Salud de la ciudad de Nueva York la acusó de haber contagiado a más de cincuenta personas, con el resultado de tres muertes, confinándola nuevamente en una cabaña del Hospital Riverside de North Brother, donde vivó durante 23 años hasta su muerte en 1938.
Mary Mallon nunca entendió porqué todo el mundo estaba en su contra cuando ella no había hecho «nada malo» ni cómo podía transmitir la fiebre tifoidea cuando ella siempre había permanecido sana.
En la actualidad, la fiebre tifoidea sigue siendo considerado un problema importante por la OMS, aunque en la actualidad, el mejor conocimiento de su transmisión, la prevención, los tratamientos y las vacunas, siguen siendo armas eficaces para combatirla.
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