No hay biblioteca en la actualidad que iguale a la Biblioteca de Alejandría en su deseo de acumular todo el saber del mundo, quizás Google podría ser el equivalente a esa aspiración de reunir, conservar y compartir la información, pero estamos hablando de más de dos mil años atrás, cuando no había escaners ni ordenadores.
Empezaré por su final, un fatal desenlace del que nadie sabe con exactitud como ocurrió y es que probablemente no se pueda poner ninguna fecha concreta al ser su destrucción el resultado del paso del tiempo. Julio César arrasó cerca de 40 000 libros en el año 47 a. C. quemando un almacén de libros que pretendía transportar a Roma (más tarde Marco Antonio quiso compensar esa pérdida alejandrina con la donación de miles de libros de su gran rival, la biblioteca de Pérgamo, hecho que no les hizo ninguna gracia), el emperador Aureliano destruyó gran parte de la ciudad en el año 272, cristianos coptos en el siglo V, los árabes en el año 641, terremotos… en fin, que sobreviviera hasta nuestros días hubiera sido un verdadero milagro.
Egipto a principios del siglo III a. C. era el más rico de los Estados que surgieron tras el reparto del Imperio de Alejandro Magno. Los descendientes de Ptolomeo I establecieron su corte en Alejandría y allí veneraban el cuerpo de Alejandro. Pero además de poder y riqueza querían desplazar incluso a Atenas en su saber. Para ello, reunieron a sabios de todo el mundo en el Museo, el «templo de las Musas», un lugar cercano al mar, al palacio real y a la tumba de Alejandro. No se sabe dónde se encuentra exactamente pero se piensa que se localizaba en algún lugar del nordeste de la ciudad, en el barrio de Bruquión. La Biblioteca no sería un edificio concreto destinado para ese fin sino que estaría dentro del Museo y del palacio de los Ptolomeos, con los rollos de papiros colocados en estanterías clasificados de tal manera que incluso se catalogaron para poder encontrarlos de la manera más rápida y eficaz con un catálogo de obras que ocupaba ciento veinte rollos. ¡Menudo trabajo tenían los bibliotecarios! Y es que no solo se dedicaban a buscarlos cuando alguien se lo solicitaba sino que su labor iba mucho más lejos al ser los encargados de adquirir los textos de más calidad, autentificarlos, redactar biografías de sus autores y completarlos con comentarios.
En tiempos de Ptolomeo III la biblioteca se quedó pequeña debiendo construir un edificio cercano, el Serapeum (templo consagrado al dios Serapis). En el siglo I a. C. se llegaron a acumular hasta 700 000 libros (imagino que cuando Julio César quiso llevarse unos cuantos miles de ellos a Roma pensaría que con tantos en la biblioteca, nadie los echaría en falta). Y… ¿cómo pudieron reunir tan ingente cantidad de manuscritos? Querer es poder, así que los Ptolomeos pusieron en marcha una auténtica búsqueda por todo el mundo escribiendo cartas a los príncipes de las grandes ciudades para que se los enviaran y ordenando copiar todos los libros que se encontraban en las naves que atracaban -ya sea para quedarse o realizando una breve escala- en Alejandría. De hecho, se quedaban los originales y daban las copias a sus dueños. Realizaban verdaderas confiscaciones de bibliotecas privadas con el objetivo de compartirlos con todos. Fue tal su producción que se convirtieron en el mayor exportador de papiro al continente europeo.
Ejemplo de estas copias lo encontramos en la biblia judía conocida como Biblia de los Setenta, en la que para su elaboración el rey Ptolomeo II Filadelfo hizo venir a la ciudad a setenta y dos sabios judíos. Los acomodó en la isla de Faro para que tradujeran del hebreo al griego sus libros sagrados.
La tradición cuenta que hicieron la traducción aislados unos de otros y al final el texto coincidió, hecho que consideraron que el trabajo fue inspirado por el mismo Dios.
Al igual que con esta biblia se copiaron textos de Zoroastro y textos védicos indios. Deteneos a pensar en ello, querían conocer y transmitir todo el saber sin exclusiones de ningún tipo. ¡Maravilloso, cuánto deberían aprender muchos en la actualidad! Tampoco se sabe con certeza quién fue la persona que tuvo esa genial idea de reunir y preservar todas las obras del mundo conocido. Se piensa que la iniciativa fue de un discípulo de Aristóteles, Demetrio de Falero, tras ser exiliado a Alejandría.
Podríamos decir también que se convirtió en la primera universidad y pública, pues cualquier persona podía acceder a ella y compartir esos conocimientos con los sabios más sabios: Eratóstenes, Herófilo, Erasístrato, Euclides, Hiparco, Aristarco…
Desde 1987 se proyectó construir una nueva biblioteca, la Bibliotheca Alexandrina, en colaboración con países europeos, americanos, árabes, el gobierno de Egipto y la propia Unesco. Un lugar que aspira a ser digna sucesora de la antigua Biblioteca de Alejandría y que, en palabras de su actual director, Ismail Serageldin:
«Su misión es la de ser un centro de excelencia para la producción y difusión del conocimiento, y para ser un lugar de diálogo y el entendimiento entre las culturas y los pueblos».
Para saber más:
Una película:
Ágora, de Alejandro Amenábar
Link foto:
Información basada en el artículo La Biblioteca de Alejandría, del escritor y profesor de Historia Antigua de la UNED, David Hernández de la Fuente. N.G. Historia. Nº 97.
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