
Durante la Edad Media los peregrinos realizaban su travesía a Santiago de Compostela por motivos muy diversos, entre ellos encontramos a los que lo emprendían para purgar sus pecados o como un castigo impuesto por la Iglesia por determinados delitos que, según su gravedad, la duración y distancia a recorrer podía ser variable e incluso, en el peor de los casos, debían arrastrar cadenas o ir desnudos.
En ocasiones, no pocas, lo hacían para curarse de un terrible mal más horrible y lesivo que la propia lepra, y así podíamos encontrar hombres y mujeres que presentaban alucinaciones, convulsiones y una severa vasoconstricción de sus arterias que les conducían a la necrosis de los tejidos y la posterior gangrena de sus extremidades. Lo extraordinario del caso era que, cuando la enfermedad no se encontraba avanzada, muchos sanaban en el camino a Santiago, ¡todo un milagro!
Probablemente, para muchos esta sea la primera vez que oigáis de este mal y es por eso que me gustaría mostraros la pintura de arriba. Se conoce como Retablo de Isenheim, fue pintado a principios del siglo XVI y en él podemos apreciar en una de las escenas las tentaciones de San Antonio. Muchos interpretan que el pintor quiso representar la alucinaciones que presentaban estos enfermos mostrando al santo rodeado de monstruos y terribles animales a modo de pesadilla fantástica. Pero si nos fijamos bien, entre los personajes encontramos uno que se retuerce de dolor por los espasmos y las aparatosas lesiones que presenta en la piel, se trata de una víctima del «fuego del infierno».
La enfermedad también se conocía como «fiebre de San Antonio», «fuego de San Antonio» y en la actualidad con el nombre de ergotismo. Desde el siglo IX se sucedieron en Europa diversas epidemias de dicha enfermedad afectando especialmente en los climas húmedos del este de Francia, Rusia y Alemania, ya que el centeno era consumido por la gente pobre, especialmente durante las hambrunas, algo que las clases acomodadas sufrieron mucho menos al alimentarse principalmente de pan de trigo. A finales del siglo XVI se descubrió que la ocasiona la ingesta de pan amasado con harina de centeno -menos frecuentemente la avena, el trigo y la cebada-, contaminado por el cornezuelo del centeno (Claviceps purpurea), un hongo que produce diversas toxinas, entre ellas, el ácido lisérgico, un precursor del alucinógeno LSD.
La enfermedad se presenta bajo dos manifestaciones: la forma gangrenosa y la convulsiva, aunque en ocasiones se daban las dos a la vez. En la primera, se iniciaban los síntomas con una sensación de intenso y repentino frío en brazos y piernas, que después pasaba a ser un intenso quemazón junto con la aparición en la piel de un característico color azul negruzco junto con vivos colores como el fuego sagrado (ignis sacer) o fuego de san Antonio. Pocos de los que sobrevivían a su progresión se libraban de severas amputaciones, que en muchos casos eran de las cuatro extremidades.
En su forma convulsiva, los primeros síntomas se iniciaban con una sensación de pesadez en la cabeza y en las extremidades acompañadas de diarrea, así como parestesias como «si tuviesen insectos corriendo bajo la piel» que en ocasiones eran tan dolorosas como «si clavaran agujas». Después aparecían las convulsiones y la dolorosa rigidez que podía durar minutos u horas.
Si afectaba a mujeres embarazadas irremediablemente les provocaba que abortaran y existía una variante en la que el paciente sufría de intensos dolores abdominales que terminaban por provocarle la muerte súbita. Los chinos ya lo utilizaban para contraer el útero de las mujeres y así evitar las hemorragias que se producían tras el parto, y se especula que en los juicios de las brujas de Salem, en 1692, en Massachusetts (Estados Unidos) algunas de las jóvenes consumieron centeno contaminado presentando ergotismo en su forma convulsiva.
Sus intoxicaciones se volvieron tan frecuentes que se crearon hospitales específicos para atender a esos enfermos fundándose en Francia en 1093 la orden de San Antón, de la que en España se fundarían dos Preceptorías Generales, una en Olite (Navarra) y otra a 40 kilómetros de Burgos, en Castrojeriz, cuyas ruinas todavía pueden ver los peregrinos que por allí pasan. Los frailes de la orden de San Antonio llevaban un hábito oscuro con una gran T azul en el pecho -que podría aludir a las muletas que solían portar los enfermos- y se dedicaban exclusivamente a su cuidado.
El pensamiento de la época lo explicaba como un castigo por los pecados cometidos y para librarse del fuego de San Antonio no hacían otra cosa que rezar y colgarse amuletos. Pero en este caso, sí se podía hacer algo que resultara realmente sanador: peregrinar a Santiago de Compostela. Claro está, mientras hacían el camino el enfermo dejaba de comer pan de centeno contaminado sustituyéndolo por el pan de trigo candeal que les ofrecían los monjes. Sanaban cuando la enfermedad no se encontraba muy avanzada y encontramos numerosas muestras en el arte románico a modo de agradecidos exvotos.
Investigaciones del siglo pasado han ayudado a identificar los distintos alcaloides que contiene el hongo y a descubrir sus efectos. Así, en la actualidad se utiliza la ergotamina, la sustancia vasoconstrictora que producía el ergotismo gangrenoso, en el tratamiento de las migrañas, y la ergometrina, para hacer involucionar el útero tras el parto y disminuir las hemorragias. El peligro que nos encontramos hoy en día es que del Claviceps purpurea se extraen sustancias psicoactivas como el ácido lisérgico y sus derivados (LSD), que causan alucinaciones y alteración del estado mental que, aunque bien pudo ser la causa de injustas acusaciones de brujería en el pasado, hoy son drogas que se consumen provocando graves secuelas en el organismo.
En la actualidad los casos de ergotismo son poco frecuentes, y no sé si en este mal el apóstol Santiago intercedía por los afectados, pero San Antonio y el hecho de dejar de comer ese tóxico pan, fueron determinantes para la curación.
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