Hace ya un tiempo dediqué un artículo al Guernica y es que hay cuadros que marcan un antes y un después en el arte y en la historia. Entre ellos encontramos el de Las señoritas de Aviñón, también de Pablo Ruiz Picasso, con el que abrió de par en par las puertas del cubismo.
El genio y una ciudad
Picasso fue un estudiante precoz a la vez que brillante, con tan solo catorce años, superó en un solo día el examen de ingreso en la Escuela de la Lonja, y se le permitió saltarse las dos primeras clases. Según se cuenta, su padre, tras ver el gran talento de su hijo en sus primeros trabajos infantiles, prometió no volver a pintar nunca más y le entregó su paleta y sus pinceles, pero, claro, esto no es más que una leyenda.
Madrid, París y Barcelona fueron algunas de las ciudades que frecuentaba y, en el año 1899, en la Ciudad Condal, con 17 años, Picasso comenzó a frecuentar la recién inaugurada y bohemia taberna de comida barata y música de piano, Els Quatre Gats, donde en una de sus salas realizó su primera exposición. Allí coincidió con Casas, Opisso, Nonell, Rusiñol, Albéniz, Dalí y Granados, entre otros, un tiempo y un lugar irrepetible, y en ese ambiente entró en contacto con el pensamiento anarquista, la miseria de los barrios bajos de Barcelona, los soldados enfermos y derrotados que regresaban tras la desastrosa Guerra de Cuba…
Muy cerca de ese pintoresco bar encontramos una calle que quedó inmortalizada en una de sus obras. Me refiero a la calle de Avinyó, que en aquellos tiempos concentraba multitud de prostíbulos según apunta el cronista de la ciudad, Lluís Permanyer, y en el número 44 encontramos el prostíbulo «Ca la Mercè», antiguo palacete del siglo XVII de la genovesa familia Villavecchia, que aún se mantiene en pie, acogiendo la sede de la Fundació Francesc Ferrer i Guàrdia y en el que aún puede verse en la pared una «carassa», una cara de piedra que identificaba los prostíbulos durante siglos. La puerta, de madera, flanqueada por dos picaportes en forma de leones, da acceso a un vestíbulo en el que cientos de damas y caballeros tendrían su primer encuentro y Picasso sería uno de ellos.
Las señoritas de la calle de Avinyó
La confusión acerca de las señoritas del cuadro ha sido constante. Ciertamente, estas jóvenes no son de la ciudad francesa de Avignon, Picasso visitó por primera vez esta ciudad cinco años después de firmar la obra, para ser más exactos deberíamos nombrar al cuadro como Las señoritas de la calle de Avinyó, en Barcelona. Picasso vivió cerca de esa calle y solía frecuentar los prostíbulos de la zona. Según investigaciones realizadas por el experto picassiano Palau i Fabre, el burdel del cuadro era el de Ca la Mercé.
El 16 de julio de 1916, Picasso presentó al mundo a sus señoritas de Avinyó. Lo cierto es que esta obra no dejó indiferente a nadie y Picasso, consciente del impacto que originaría, tardó nueve años en mostrarla. La terminó en París, pero sus bocetos preparatorios -en torno a 800 dibujos y bocetos- son de Barcelona y representan mucho más que a cinco mujeres desnudas, aparecen también un marinero, un estudiante y un porrón, que finalmente descartó en el cuadro. Por cierto, el corte de sandía que aparece junto a las mujeres es una alegoría al sexo femenino.
El genial pintor enseñó la obra primero a sus amigos, y como era habitual en él, sin un nombre, ya que solía titularlos incluso hasta dos años después de pintarlos. Se piensa que uno de sus amigos, Apollinaire, le dió el título de El burdel filosófico, y André Salmón, conociendo la existencia de ese burdel, lo llamó Les demoiselles d´Avinyó. La confusión vino después, ya que nadie más que ellos conocían esos prostíbulos y se confundió el nombre de Avinyó con el de la ciudad francesa Avignon, y al presentar el trabajo en sociedad sería con el nombre de Les demoiselles d´Avignon.

Las reacciones y su destino final
Asombro y burla es lo que originó a ese reducido grupo de amigos que enseñó el cuadro en privado, probablemente este fue el motivo por el que Picasso lo guardó durante años hasta que decidiera presentarlo y, en 1924, venderlo al diseñador francés Jacques Doucet, por 25 000 francos, una ganga si nos paramos a pensar en la obra que estamos hablando.
Las primeras críticas no fueron buenas precisamente, el cuadro era rompedor lo mires como lo mires. Para muchos, una reflexión del placer sexual y la muerte, y también, para muchos otros, una ruptura total con la tradición y la pintura académica. Pintar geométricamente era una técnica revolucionaria y representaría un antes y un después. La pintura se trasladó en 1937 con ocasión de una retrospectiva organizada en la ciudad de Nueva York, y fue adquirida por el Museo de Arte Moderno por 25 000 dólares, donde aún se puede ver bajo el título de Las señoritas de Aviñón.
Y llegados a este punto, yo me pregunto: ¿No debería cambiarse el nombre por el de Las señoritas de la calle Avinyó? Para ser fiel a la historia del cuadro, así debería ser.
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