Emperadores, pensadores, guerreros, científicos, políticos y cualquier persona, de cualquier lugar del mundo, en cualquier tiempo pasado, presente y futuro, han muerto (o lo estarán) con algún tipo de veneno, el «arma del cobarde».
Algunos ilustres envenenados
Sócrates, acusado de corromper a la juventud, fue víctima de la cicuta el 399 a. C. y el orador griego Demóstenes, huido a la isla de Calauria, se suicidió ingiriendo un veneno para no caer en manos de Antípatro, el último general que quedaba superviviente de entre los militares de Filipo II de Macedonia, en el año 322 a. C.
El hombre que puso en jaque a la mismísima Roma, el genial militar Aníbal, pasó sus últimos años huyendo de las tropas romanas por Oriente Próximo hasta que Prusias, el Rey de Bitina, decidió entregarlo al embajador romano Tito Quincio Flaminio en el invierno del 183 a. C. Aníbal no lo dudó y prefirió morir envenenado antes de caer en manos de Roma.
El emperador Claudio, amante de las setas, ingirió amanita phalloides tras un «cambiazo» en su comida, murió. Séneca eligió también la cicuta en el año 65 para acabar con su vida tras ser obligado a suicidarse por la acusación de atentar contra Nerón.
Newton sufría de cambios de conducta posiblemente debidos al envenenamiento accidental del mercurio utilizado en sus experimentos alquímicos, aunque murió a consecuencia de uno de sus numerosos y dolorosos cólicos nefríticos que padeció en sus últimos años, y el archiduque Carlos de Austria, Carlos VI del Sacro Imperio Romano Germánico, murió sin descendencia en 1740 por una indigestión de setas amanita phalloides.
En los buques de la Royal Navy Británica se puso de moda entre los marineros un medicamento conocido como «masa azul» para eliminar los restos de carne salada, tocino y bacalao de su pobre dieta, algo que no ocurría con los oficiales. Lincoln, la llegó a consumir asiduamente, pero su alto contenido en mercurio probablemente le podría haber matado si no lo hubiera hecho antes el simpatizante confederado John Wilkes Booth, en 1865.
Y bien podemos incluir en esta lista de envenenados al general alemán Erwin Rommel apodado «El Zorro del Desierto», tras las sospechas de Hitler de que formó parte de un intento de asesinato para ocupar la Presidencia del Reich tras su muerte. A pesar de que todavía se duda del envenenamiento como causa de su repentina muerte, la descripción de la mujer de Rommel no da lugar a muchas dudas:
(…) al entrar su marido le declaró, tras mirarla durante un rato en silencio: «Vengo a decirte adiós. Dentro de un cuarto de hora estaré muerto. Sospechan que tomé parte en el intento de asesinar a Hitler. Al parecer, mi nombre estaba en una lista hecha por Goerdeler en la que se me consideraba futuro Presidente del Reich… Jamás he visto a Goerdeler… Ellos dicen que Von Stülpnagel, Speidel y Von Hofacker me han denunciado. Es el mismo método que emplean siempre. Les he contestado que no creía lo que decían, que tenía que ser mentira. El Führer me da a elegir entre el veneno o ser juzgado por el tribunal popular.
Puestos a envenenar, hagámoslo con estilo
Durante el Imperio romano podías morir envenado con alguno de los más de 7000 venenos que llegó a describir Plinio el Joven. Y en el siglo VIII los árabes utilizarían el arsénico, mucho más difícil de detectar. Pero no todas las formas de envenenar eran iguales. Las había menos sofisticadas, como las que empleaban las mujeres de la antigua Roma que querían eliminar a sus maridos, les untaban el pene con un lubricante que contenía estramonio con la excusa de aumentar el placer sexual, cuando en realidad morirían aturdidos y alucinando. Sin embargo, habían otras más sofisticadas, con más estilo, convirtiéndose en el Renacimiento en todo un arte en el que se utilizaban cuchillos, cartas, lápiz de labios o anillos en los que ocultaban el veneno.
Se piensa que el origen de estos anillos se encuentra en la India y de allí se extendería por Asia y el Mediterráneo. En el año 2012 los arqueólogos descubrieron entre las ruinas de una fortaleza medieval cercana a la ciudad búlgara de Kavarna, a orillas del mar Negro, un anillo con un minúsculo agujero en el lugar donde se hallaría una piedra preciosa, donde se introducirían las gotas de veneno que posiblemente se utilizaron en alguna de las muertes de los nobles de la segunda mitad del siglo XIV en el conflicto que enfrentó al señor del Principado independiente de Karvuna y su hijo Ivanko Terter.
Según la leyenda negra de los Borgia destacan Lucrecia y su hermano César, quien utilizó un anillo decorado con un león de dos cabezas que portaba un veneno conocido como Cantarella o acquetta di Perugia, un veneno incoloro, insípido e inodoro hecho con arsénico mezclado con vísceras de cerdo secas, con aspecto de polvo blanco similar al azúcar que provocaba la muerte en 24 horas, no sin antes sufrir terribles tormentos. El veneno preferido por los Médici, Orsini y Sforza, entre muchas otras familias de la época. Así se piensa que murió en 1503 el Papa Alejandro VI, Rodrigo Borgia, en la cena que dio el Cardenal Adriano di Corneto para despedir a César Borgia, hijo del Papa. Muchos historiadores dicen que Alejandro VI y su hijo tenían previsto envenenar a otros convidados al banquete, plan frustrado por la incompetencia del sirviente encargado de vertir el veneno en las copas que se equivocó haciéndolo en la del propio Papa.
Así sucumbieron al veneno que llevaban estos anillos Demóstenes, Aníbal, Heliogábalo… y tantos otros, algunos conocidos, muchos otros anónimos por siempre jamás.
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