Hoy todos estamos interconectados de una forma u otra. Cualquier noticia, por insignificante que pueda parecer, llega a conocerse en cuestión de horas, minutos, al otro extremo del planeta. Por eso, cuando salen a la luz pública casos como el de la familia Lykov nos sorprenden e incluso se nos hace difícil de creer. ¿Cómo puede ser que alguien en este mundo no sepa de la Segunda Guerra Mundial, que el hombre pisara la Luna o que existan los televisores?
Un hallazgo insólito

En 1978 cuatro geólogos rusos que exploraban el sur de la Siberia meridional, en la cordillera de Abakán, un territorio inhóspito y deshabitado por su duras condiciones climatológicas, advirtieron desde el helicóptero un jardín y una cabaña. Tras bajar, se acercaron, y un hombre asustadizo de barba bien poblada les invitó a entrar. En el interior de la cabaña vieron algunas vasijas de madera, el suelo de follaje del bosque y las paredes con una sola ventana del tamaño de un bolsillo de mochila para evitar la entrada del frío. Tras saludarse les dijo su nombre, Karp Lykov, y les contó su increíble historia.
Eran «viejos creyentes», cristianos ortodoxos de estricta moral y partidarios de la antigua liturgia y de los cánones de la iglesia, que no aceptaron, a mediados del siglo XVII, la reforma del patriarca Nikon, que acercaba a las Iglesias ortodoxas rusas y griega. Entre sus costumbres tenían prohibido cortarse la barba, consumir alcohol y fumar. Sufrieron crueles persecuciones desde los tiempos de Pedro el Grande y fueron diezmados por los zares y por el régimen comunista, a principios del siglo XX. Muchos, para evitar la profanación de su fe, escaparon a las regiones remotas de Rusia, incluso, llegaron a quemarse vivos con sus familias.
Karp Lykov, continuó su historia ante los ojos atónitos de sus inesperados visitantes.
En 1936, durante la purga estalinista de religiones, mientras trabajaba en la afueras de su pueblo, cerca de la ciudad de Kursk, una patrulla bolchevique atea disparó a su hermano durante la purga estalinista. Fue entonces que decidió, junto a su mujer, Akulina, huir con sus dos hijos, Savin, de nueve años y Natalia, de apenas dos años de edad. Cogieron algunas de sus pertenencias, varios tipos de semillas y un telar, adentrándose en la profundidad del bosque frío siberiano conocido como la taiga rusa. Su idea era irse para no regresar jamás.
Sin herramientas, sin comida y sin la ropa adecuada, sobrevivir no resultó tarea fácil. Sembraban su propia comida, básicamente papas y hongos silvestres y cazaban en el bosque animales cuyas pieles utilizaban como ropa. Sus hijos habían oido hablar por Karp Lykov de la existencia de ciudades donde la gente vivía en altos edificios y de la existencia de otros países además de Rusia, pero nunca vieron a ninguna otra persona y su única lectura era una Biblia familiar.
En 1961, una tormenta arrasó sus cultivos y sufrieron tal hambruna que se vieron obligados a comer el cuero de sus propios zapatos para sobrevivir. Ese año, Akulina dejó de alimentarse para dar de comer a sus hijos, muriendo ella de hambre. Les explicó que desde que llegaron al bosque tuvieron dos hijos más, Dmitry y Agafia, pero, en 1981, tanto Dimitry como Natalia fallecieron por una infección renal secundaria a la restringida dieta que llevaron durante tanto tiempo, y Savin, por una neumonía.
Agafia Lykova, la única superviviente
Durante el encuentro con los geólogos estos ofrecieron sal a Karp Lykov, algo que agradeció como si de oro se tratara. El objeto que más le llamó la atención fue un pequeño televisor que llevaban en el helicóptero y por fin supo el origen de aquellas estrellas del firmamento que durante años observó girando cada vez más rápido, se trataba de satélites. Diez años después, en 1988, falleció, dejando a su única hija, Agafia, sola en la cabaña, a más de 250 kilómetros de distancia de cualquier otro ser humano.
Hoy tiene más de 70 años y su caso salió a la luz pública en la década de los ochenta, convirtiéndose en todo un bestseller el libro «Perdidos en la Taiga» publicado en 1994 por Vasily Peskov. Le ofrecieron volver a la ciudad en numerosas ocasiones, pero no quiso ¿Qué iba a hacer allí, qué comería? Alguien que ha nacido y vivido durante siete décadas en el mismo entorno y sin contacto humano no podría sobrevivir allí.
En una ocasión, el gobierno soviético le invitó para viajar por el país durante un mes, aceptó a regañadientes. Desde entonces solo salió cinco veces, para conocer a sus familiares y para ir al hospital aquejada de unos dolores óseos que le resultaban insoportables. Ni siquiera abandonó su hogar cuando el mismo gobierno le recomendó irse por unos días debido al lanzamiento de un cohete desde el cosmódromo de Baikonur que podría resultar peligroso.
En los últimos veinte años Agafia tuvo un nuevo vecino, Yerofei Sedov. No le era desconocido, ya que se trataba de uno de los maestros perforadores que acompañaron a los geólogos que encontraron a la familia Lykov. Por motivos de salud le indicaron que viviera en un lugar alejado de la ciudad y no lo dudó, se instaló muy cerca de la cabaña de Agafia. La amputación de su pierna hizo que dependiera de ella para sobrevivir, hasta que hace cinco años falleciera.
En la actualidad, Agafia Lykova recibe una subvención del gobierno, aunque sigue viviendo en su cabaña, alejada del mundo y ajena al mismo, cortando leña, buscando comida y pescando ella sola, con la única compañía de unas cabras, unos pollos y numerosos gatos donados por gente que considera a los Lykov verdaderos héroes. Su fe sigue siendo fuerte y hoy la práctica religiosa de los «viejos creyentes» está legalizada.
Un video:
Link foto:
Información basada en el artículo de Mike Dash publicado en Smithsonian magazine (2013).
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