
Si viajáramos al pasado, concretamente a la antigua Roma, nos sorprendería comprobar la cantidad de falos representados a nuestro alrededor. Falos grafiteros en las calles, falos pintados en frescos de las domus romanas, falos tallados en las paredes de algunos edificios, falos colgados a modo de amuletos por mujeres, hombres y niños, falos, falos y más falos. Hasta sacaban en procesión por las calles de Roma un enorme pene el 17 de marzo durante las liberalias, en honor de Líber Pater y su mujer Líbera, y hasta las vírgenes vestales realizaban culto al miembro. Pero no, la sociedad romana no es que fuera más pervertida de lo que pueda ser cualquier otra…
Una sociedad supersticiosa
Todo buen romano era tremendamente supersticioso y muchas de estas supersticiones fueron recogidas por el escritor y historiador Plinio el Viejo: no pronunciaban la palabra muerte y para referirse a alguien ya fallecido optaban por decir que vivió, nunca que murió; exclamaban «¡Salud!» cuando alguien estornudaba en nuestra presencia; consideraban el canto del gallo fuera de hora un signo de desgracia; llevaban encima una pata de liebre o de conejo para ahuyentar la mala suerte; evitaban por las mañanas cruzarse con un cojo de pie derecho, y si al salir a la calle veían a un eunuco o a un mono, regresaban ipso facto; si una liebre se les cruzaba o si un perro negro quería entrar en su casa, era visto como mal augurio; para evitar que los «malos genios» entraran en el cuerpo de los sacerdotes se les recomendaba que comieran un ajo o una cebolla cada mañana, al considerarse una hortaliza divina.
¿Cómo se protegían?
Ofrendas, amuletos y conjuros eran habituales para tener a los dioses de su lado y combatir el mal de ojo, este último referido a veces como fascinus y por sus derivaciones. El mal de ojo se originaba en muchas ocasiones por la envidia de las personas y qué mejor amuleto que un falo, por su carácter protector y viril para luchar contra el mal, por su carácter impúdico que neutralizaba el efecto negativo y por ser un símbolo de fecundidad, que actuaría como «magia antipática».
La divinidad por excelencia de carácter fálico en la antigua Roma era Príapo, hijo de Dionisio y de Afrodita, deidad representada hasta la extenuación en la población rural mostrando un pene desproporcionadamente grande. Como curiosidad decir que en la actualidad conocemos como priapismo a la dolorosa condición de mantener el pene erecto durante horas en ausencia de estimulación. También otros dioses como Fascino o Mutino Titino eran invocados como protectores de la envidia y los celos, que, por cierto, eran atraídos especialmente por las mujeres durante la menstruación y las personas discapacitadas.
Todo el mundo utilizaba para protegerse amuletos fálicos, desde los generales más poderosos, que en sus entradas triunfales en Roma colocaban falos alados (fascinum) colgando de sus carros para evitar las envidias, hasta las madres, que los ponían en las cunas para proteger a sus recién nacidos, recordemos la elevada mortalidad infantil en aquella época. Desde los más ricos, hasta los más pobres, realizados muchos en hierro o bronce, metales asequibles para cualquier persona. Además, podíamos encontrar falos tallados en el suelo de alguna ciudad indicando la presencia de algún lupanar, así como en la pared de algún edificio a modo de protección.
La sociedad romana sin lugar a duda fue muy supersticiosa, aunque no menos que la actual que nos tocó vivir, porque… vamos a ver, lo de cruzar los dedos deseando que se cumpla nuestro deseo; pensar que sufriremos alguna desgracia tras cruzarnos con un gato negro, al derramar la sal, pasar por debajo de una escalera o romper un espejo; o evitar el número 13 o el 666. ¿Son o no son supersticiones?
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