Que Quevedo criticara esta prenda de vestir no es de extrañar pues era especialista en no dejar títere con cabeza, pero que lo hiciera Cervantes nos da que pensar y más cuando en este supuesto retrato del escritor se le ve portando una impecable «gorguera de lechuguilla», también llamada lechuguilla a secas por las ondas que la asemejaban a las hojas de las lechugas rizadas.
Según cuenta una leyenda (solo es eso, una leyenda sin fundamento que la sustente), esta prenda de vestir apareció gracias a que una mujer española muy poco agraciada físicamente decidiera reunir encajes alrededor de su cuello para ocultar sus defectos. Lo cierto es que lo introdujo el séquito que trajo Carlos I a España y se puso de moda en el siglo XVI. Su uso se extendió entre los cortesanos y cortesanas desde la Italia de los Médici, hasta la Francia de Enrique III; desde la Inglaterra de Isabel I, hasta la corte de los Austrias en los Países Bajos.
Ya antes, en el siglo XV, se cubrían el escote con un cuello llamado «gorguera», derivando de este la lechuguilla. Con el paso de los años se confeccionaron de tamaños cada vez más grandes y a cada pliegue se le denominó ‘abanillo’ o ‘abanico’. En su elaboración se empleaba tejido de lino muy fino o encaje plisado en ondas y almidonado sujetados con unas varillas de metal desde que la holandesa Dangen van Pless lo introdujera en la corte de la reina Isabel I. Al principio el almidón utilizado era amarillento y los cuellos adquirían un color cremoso, y poco después los tiñeron con azafrán o con tintes naturales que les daban un color rosado o lila. Podían azularse con unos polvos especiales que venían de las Indias holandesas, pero estos resultaron excesivamente caros, además, con el tiempo acabó imponiéndose su blancura.
Utilizados primero por las mujeres y después por los hombres y los niños cortesanos, su uso resultó signo de distinción y riqueza y los que podían permitírselo los adornaban con encajes y puntillas, mientras que los más simples eran utilizados por el pueblo llano -que también se rindieron a esta moda-, en este caso se los almidonaban y planchaban en sus propias casas.
Eran de un solo uso, ya que perdían su forma, y quien lo portaba debía mantener su barbilla elevada, algo que por otra parte manifestaba una postura orgullosa y distinguida. Con Felipe II comenzaron a adornarse con hilos y sedas coloridas, imponiéndose normas en su utilización y en el tamaño y composición, algo que, por otra parte, a la práctica no se cumplió. Con Felipe III llegaron a ser de gran tamaño y comenzaron a adornarse con pedrería, provocando las críticas y burlas de literatos.
Hubo sastres especializados en este oficio conocidos como abridores de cuellos, que contaban con los instrumentos y se encontraban sujetos a unas leyes estrictas en su elaboración.
La confección, almidonado y planchado de las lechuguillas requerían una gran habilidad y procedimientos especiales que llegaron a constituir un arte y dieron lugar a la aparición de diversos oficios, entre ellos el de abridor
“La moda en la corte de Felipe II”, en Madrid en el siglo XVI, de Sáez Piñuela.
Se añadía otro problema, y es que con el uso de estas grandes lechuguillas era harto difícil comer sin mancharlas y este fue uno de los motivos que contribuyeron, desde Italia, al uso del tenedor.
Al final, las autoridades públicas fueron los que más se opusieron a esta moda imponiendo un férreo control a los abridores de cuellos estableciendo incluso lo que debían cobrar por su trabajo, y propusieron que fuera un trabajo para mujeres casadas, algo que originó múltiples disputas y litigios.
[…] que todas las personas que abren cuellos en esta Corte no puedan llevar ni lleven por cada cuello que les dieren sucio para que lo laven y almidonen […] no pueden llevar más de diez maravedíes…
Alcaldes de la Casa y Corte (Vallladolid)
Tras la muerte de Felipe III, los ministros del monarca Felipe IV, entre ellos su valido el conde-duque de Olivares, se apresuraron a suprimir su uso por la Pragmática de enero de 1623, cayendo esta moda en pocos años y sustituyéndose por un tipo de cuello amplio que caía sobre la camisa y que a veces era tan pequeño como una simple tira sin encajes, conocido como valona. En Flandes y Alemania continuaron utilizándose hasta principios del siglo XVIII y los judíos lo conservaron un tiempo más como parte de su vestimenta.
En la actualidad todavía es posible ver esta peculiar prenda de vestir entre los obispos y ministros de la Iglesia de Dinamarca y las Islas Feroe, los jueces del Tribunal Constitucional italiano y como traje teatral clásico de Pierrot, y quién sabe, puede que en los próximos años vuelva a ponerse de moda.

Hola, me encanta la historia, y como la cuentas tu, es fantástica. Me alegra haberme topado con tu blog. Gracias.
(Sonrió).
Hola Lucrecia,
pues estás invitada a seguir el blog durante muuuuucho tiempo y comentar siempre que quieras. Mantenerlo vivo durante tantos años representa un esfuerzo que se desvanece con comentarios como el tuyo.
Saludos y gracias a ti 😉