
Recientemente vi una miniserie que captó mi interés desde el primer minuto. Se trata de Rise Of Empires: Ottoman (El gran imperio otomano) un docudrama de producción turca sobre la conquista otomana de Constantinopla en 1453 que explica al detalle uno de los episodios más trascendentes de la Historia, una conquista que hizo caer de forma definitiva al Imperio Romano, un suceso que provocó que el Helenismo que dominó en el continente en Grecia, en Roma y después en Bizancio, se viera sometido durante más de cuatro siglos, en definitiva, un acontecimiento que cambió el mundo e hizo que los Estados occidentales maduraran para contrarrestar el peligro turco. Me estoy refiriendo a la toma de Constantinopla por el sultán de la dinastía osmaní, Mehmet II.
No pretendo escribir sobre todo lo sucedido en esa conquista, que es mucho, más bien mi interés es el de mostraros a dos de los protagonistas de la batalla, y no me refiero ni al emperador bizantino Constantino XI Paleólogo, ni a su victorioso contrincante el sultán otomano Mehmet II, en realidad, se trata de dos de los soldados que acudieron a la llamada de auxilio de Constantino para defender la ciudad de los turcos, y que, aunque no consiguieran su objetivo, su inteligencia y su pericia complicaron al sultán la toma de la ciudad.
Constantinopla, una ciudad milenaria, codiciada e inexpugnable

Construida sobre la antigua colonia griega de Bizancio hacia el año 667 a. C., en el año 330 d. C. el emperador Constantino I «El Grande» la convirtió en la nueva capital del Imperio romano tras vencer al emperador romano Licinio, su rival, a orillas del mar de Mármara, reunificando el Imperio romano bajo su mandato.
Su localización geográfica, punto de encuentro entre Asia y Europa, y el traslado de las mejoras obras y las riquezas obtenidas en el saqueo de otras ciudades del imperio, la convirtieron en la ciudad más bella, rica y deseada del imperio durante siglos, aunque todos los intentos que se hicieron para conquistarla fueron en vano gracias a la extraordinaria muralla defensiva.
Cuenta la tradición popular turca que cuando los bizantinos construyeron la iglesia de Santa Sofía la cúpula se derrumbó en más de una ocasión cada vez que la levantaban. Alguien les dijo que se debía a la mala calidad del mortero utilizado y que solo conseguirían su objetivo si hacían el mortero con saliva de Mahoma. El emperador envió mensajeros al profeta y este les dio un poco de su saliva. Los que rodeaban a Mahoma le preguntaron por qué consentía en dar su saliva a unos cristianos, a lo que respondió: algún día esa iglesia se convertirá en mezquita.
No deja de ser una leyenda, pero entre los motivos para querer conquistar la ciudad por parte de los otomanos encontramos el de la religión y cuando el ambicioso sultán Mehmet II llegó al poder quiso hacer algo grande para que le recordaran durante siglos, emulando a Alejandro Magno, y qué mejor forma que conquistando Constantinopla.
Para conseguir lo imposible no reparó en medios y dinero. Según las fuentes que se consulten se cifra el ejército turco entre 80 000 y 160 000 hombres, mientras que los defensores de la ciudad apenas eran 7000 soldados profesionales y unos 35 000 hombres de armas, muchos voluntarios extranjeros sin preparación en la batalla. El dominio naval turco también era aplastante al contar con 400 barcos, mientras que en el lado bizantino tan solo disponían de 28 buques, eso sí, protegidos en el Cuerno de Oro por una cadena de hierro de casi un kilómetro de longitud en la entrada del estrecho del Bósforo que impedía la entrada de las naves enemigas.
La desproporción de fuerzas era aplastante, pero los bizantinos se sentían seguros gracias a su infranqueable triple sistema defensivo amurallado construido por el emperador Teodosio I. Fue entonces que se presentaron delante del sultán el ingeniero y fundidor Orbón y su hijo, quienes le prometieron construir los cañones más grandes y potentes jamás fundidos capaces de derribar las murallas, a cambio de una fuerte suma de dinero. Mehmet II vio la oportunidad que estaba esperando para realizar su hazaña. El sitio comenzó oficialmente el 7 de abril de 1453, cuando el gran cañón disparó el primer tiro, y es ahora cuando os presentaré a los dos protagonistas de este artículo.
Giovanni Giustiniani
El emperador Constantino pidió ayuda a toda la cristiandad. El Papa envió tan solo 200 soldados napolitanos; el Senado de Venecia, dividido al considerar perdida la ciudad y viendo que lo mejor para sus intereses comerciales sería no aliarse con los bizantinos enviaron tan solo tres buques con 400 soldados cada uno, de los que solo llegaron dos, y tarde; la gran rival de Venecia, Génova, envió a 700 soldados al mando del reputado soldado Giovanni Giustiniani.
Nuestro primer protagonista nació en el seno de una familia noble genovesa que tenía intereses comerciales en Caffa, Quíos y la parte de Constantinopla situada al otro lado del Cuerno de Oro, Pera. Devoto católico, tenía mucha experiencia en la lucha contra los turcos porque años atrás defendió la isla de Quíos de sus ataques (por cierto, antes hizo de pirata por los archipiélagos del Egeo contra los intereses de los enemigos de Génova), y el dux Pietro Fregoso le concedió el consulado en Caffa y el matrimonio con su hermana. Ante la demanda de ayuda del emperador Constantino el dux envió a Giustiniani a Constantinopla, llegando con sus tropas el 29 de enero. Con fe inquebrantable y espíritu de cruzado, entabló amistad con el emperador quien le nombró capitán del ejército (protostator).
Giustiniani defendió con valor e inteligencia la ciudad. Experto en este tipo de asedios, el coraje que dio a los soldados fue pieza clave en la defensa. Poco antes de la caída de la ciudad el 29 de mayo (de acuerdo con el calendario juliano) fue herido grave por un jenízaro, siendo trasladado del campo de batalla. Cuando sus soldados vieron que se llevaban a su capitán, muchos se desmoralizaron y desertaron de sus puestos.
Se sabe que le llevaron en una galera a Quíos, pero murió a consecuencia de las heridas a principios de agosto y fue enterrado en la iglesia de Santa María de los dominicos. Su tumba se perdió tras un terremoto en 1881 que arrasó el lugar.
Johannes Grant
Poco se sabe de él. Fue un mercenario inglés o escocés contratado por el Imperio bizantino y probablemente destinado al contingente genovés bajo las órdenes de Giustiniani.
Viendo Mehmet II que derribar las murallas se convertía en misión imposible, ordenó a sus zapadores, serbios expertos en cavar minas, que abrieran túneles bajo las murallas para destruirlas desde sus cimientos. Lucas Notaras, el último megaduque del Imperio bizantino, pidió la colaboración de Grant para que con su experiencia lograra descubrir los túneles que abrían los turcos para destruirlos antes de que lograran su objetivo.
Os dejo aquí una escena de la serie donde se representa cómo se las ingenió Grant para conseguirlo.
Voló numerosos túneles. En ocasiones los inundaba, otras veces los quemaba con fuego griego o incluso los llenaba de humo. El 23 de mayo capturaron numerosos zapadores tras interceptarlos en una mina en el sector de las Blanquernas, entre ellos, un oficial otomano que confesó bajo tortura los lugares donde estaban trabajando bajo las murallas. Los bizantinos desarticularon todos los intentos de los zapadores.
Finalmente cayó Constantinopla. Uno de los hechos históricos más trascendentales de la Historia que representó el triunfo del Islam sobre el Cristianismo ortodoxo. El emperador Constantino siguió allí, luchando hasta el último aliento junto a su primo Teófilo, su amigo Juan Dálmata y el noble castellano Francisco de Toledo (algunos dicen que es un personaje semi-histórico), espada en mano. No está claro cuál fue su destino final, algunos dicen que murió aplastado por la aterrorizada muchedumbre, otros que una lanza acabó con él y su cabeza enviada al sultán, pero su muerte le llevó a la inmortalidad.
La ruina de Constantinopla, tan funesta como previsible, constituyó una gran victoria para los turcos, pero también el final de Grecia y la deshonra de los latinos. Por ella, la fe católica fue atacada, la religión confundida, el nombre de Cristo insultado y envilecido. De los dos ojos de la cristiandad, uno quedó ciego; de sus dos manos, una fue cortada. Con las bibliotecas quemadas y los libros destruidos, la doctrina y la ciencia de los griegos, sin las que nadie se podría considerar sabio, se desvaneció
Juan Dlugosz, historiador
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