Todos sabemos que conducir bajo los efectos del alcohol es una conducta de riesgo para uno mismo y para el resto de mortales (por favor, no lo hagáis nunca) pero estar ebrio durante el siglo XVIII y en plena guerra del Imperio austríaco y otomano puede llegar a tener consecuencias… ¡históricas!
Durante la guerra ruso-turca (1787-1792) el Imperio Otomano hizo un intento fallido de reconquistar parte de los territorios cedidos a Rusia en la guerra que les enfrentó trece años antes, haciendo que en 1786 Catalina II de Rusia entrara en la Crimea anexionada junto al emperador José II de Habsburgo del Sacro Imperio Romano Germánico. Pero los ánimos seguían encendidos y la opinión pública de Constantinopla dio todo su apoyo para que la guerra continuase. Se declaró en 1788 (una vez más) aunque no era precisamente el momento más favorable para Turquía, con Austria aliada a Rusia.
Bien, en este ambiente bélico entre austríacos y otomanos, el 17 de septiembre de 1788 tuvo lugar un sorprendente pero desgraciado incidente para el ejército austríaco del que tenemos noticia gracias al relato escrito varias décadas después por el escritor austríaco A. J. Gross-Hoffinger. Las tropas aliadas al zar la componían italianos, serbios, croatas, húngaros, rumanos, todos provenientes de los pueblos sometidos, en total 100.000 hombres. Se dirigían hacia la ciudad fronteriza de Karánsebes y se dispusieron a acampar en sus cercanías. Pocos eran los que hablaban alemán, la lengua del emperador, así que no era fácil hacerse entender con tantas nacionalidades diferentes.
Una vanguardia de húsares se dispusieron a explorar el territorio antes de que el resto avanzara, pero todo estaba tranquilo, los turcos estaban lejos. Súbitamente, esta avanzadilla, aburrida de esperar a sus compañeros, se percató de que un grupo de gitanos que pasaban por allí vendían aguardiente. No se lo pensaron dos veces, compraron unos cuantos barriles y no tardaron en «alegrarse el día» ahogando sus penas en el alcohol. Poco después llegó un contingente de infantería solicitando su ración etílica pero los ya borrachos húsares se la negaron. La disputa estaba servida y entre gritos y empujones alguien disparó al aire. Los rumanos pensaron que ese disparo era de algún francotirador turco que no había sido localizado así que empezaron a gritar ¡Los turcos! ¡Los turcos! La confusión hizo que todos salieran corriendo mientras los oficiales austríacos intentaron controlar la situación gritando ¡Alto! Como decía antes, pocos eran los que hablaban alemán y se malinterpretó como el grito de guerra otomano ¡Alá! El caos fue imparable.
A lo lejos, las numerosas tropas que no habían llegado vieron desde la distancia que los húsares daban vueltas alrededor del campamento. No dudaron en ningún momento del ataque de la caballería turca contra sus compañeros y ordenaron cargar sable en mano contra su propio ejército. Poco después y desde otra posición, esta carga de caballería sería apoyada por los artilleros.
Los soldados disparaban contra todo lo que se movía y durante horas pensaban que los turcos estaban por todas partes sin percatarse de que se estaba disparando contra sus propios compañeros. Cuando los mandos austríacos comprobaron lo que en realidad estaba sucediendo ya era demasiado tarde, habían caído muertos o heridos de gravedad cerca de 10.000 hombres.
¿Y cómo acabó esta histórica guerra? Para fortuna de los austríacos, la incompetencia de los generales turcos junto con su indisciplinado ejército y la falta de apoyo de Prusia hizo que los Otomanos se vieran obligados a firmar el Tratado de Iasi (9 de enero de 1792) en el que reconocían la anexión rusa del Kanato de Crimea cediendo también Yedisán a Rusia.
Sí, todas las guerras son absurdas aunque algunas más que otras.
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