Un ratón que royera unos muebles o un lobo que se llevara una oveja; un ruido que se escuchara en casa y se creyese proviniera de algún espíritu imaginario; una vela que se apagara de improviso y que se atribuía a un demonio. Todo esto y mucho más, podían ser presagios de lo que podría suceder en el futuro. Y es que en la antigua Roma la creencia en la magia estaba muy extendida y… ¿sabéis quién era el mayor supersticioso de todos? ¿Quién era el hombre que dejaba las decisiones más importantes y el futuro del propio Imperio en manos de la magia y de un ave? El mismísimo emperador Augusto.
Sí, Augusto no hacía ninguna misión oficial sin consultar antes a su Colegio de augures que mediante ritos podían cambiar el curso de la Historia. De madrugada, el sumo sacerdote de los augures subía a la colina del capitolio empuñando el báculo o litus (heredado después por los obispos católicos) y trazaba en el cielo hacia el Sur un cuadrángulo marcando el cardus y el decumanus, esperando al alba. Augusto antes había dado la orden de que no circulara ningún carromato a esa hora para que el silencio fuera absoluto, y en un momento determinado un esclavo adiestrado para tal fin, cuando reinaba el mayor de los silencios, avisaba al augur que mirara al cielo. Es entonces que esperaban que cruzara el ave. Si lo hacía por la parte superior, el augurio era propicio, si lo hacía por la inferior, era adverso, pero si el pájaro entraba de oeste a este, peor no podía ser.
Y en esto consistía la religión de aquellos tiempos, un conjunto de cultos más que un cuerpo doctrinal que podían practicarse privadamente, en el hogar, o públicamente cuando afectaba a toda la sociedad.
La máxima autoridad de la religión era el emperador Augusto, que ostentaba el título de Pontifex Maximus (el mismo que ostenta el actual papa de Roma) y con él apareció otro culto, el culto al emperador, aunque Augusto no quiso que se le divinizara en vida, sino que lo que hizo fue permitir el culto a su Genius, la divinización de su personalidad.
El Colegio de augures era uno de los cuatro Colegios sacerdotales que existían desde la misma fundación de Roma, cuando Rómulo y Remo discutieron sobre el lugar exacto para alzar la ciudad en el Palatino. Rómulo consultó los auspicios y sabemos que por ley prohibiría a todos los funcionarios que accedieran a ningún cargo público sin antes consultar y haber obtenido auspicios favorables. El Colegio de augures fue suprimido por el emperador Teodosio I al igual que el resto de Colegios sacerdotales. Su cargo era vitalicio y podía ser compatible con magistraturas o con otros cargos y, aunque al principio el cargo estaba reservado a los patricios, tras la Lex Ogulnia los plebeyos accedieron a él.
Presidiendo el Colegio, el Sumo Pontífice, considerado sagrado y por tanto el único ciudadano que no rendía cuentas a nadie, ni al pueblo ni tan siquiera al Senado de Roma. Su cargo era vitalicio y siempre estaba a la cabeza de los magistrados, presidiendo todos los juegos del Circo, anfiteatro y teatro. Cuando se dirigía a la plebe, siempre lo hacía diciendo: «¡Hijos míos!».
Para el rito de adivinación, además del vuelo de la aves podían buscar señales en el cielo como rayos y relámpagos, que si mirando al sur caían a la izquierda, resultaría ser un augurio favorable; analizaban el graznido de cuervos y lechuzas; miraban las posiciones de mamíferos y reptiles, y valoraban los acontecimientos imprevistos como de mal augurio, entre otros muchos.
Así pues, deberíamos diferenciar las predicciones y los presagios, en los que la casualidad podía ser interpretada caprichosamente por cada persona, de los augurios, en los que se buscaban unos signos según las reglas del arte augural. También deberíamos hablar de dos tipos de magia, la benéfica -pública y necesaria- realizada por los augures romanos, y la maléfica -que era perseguida-, practicada por hechiceras como bien mencionan los textos clásicos. Estas brujas se podían transformar en animales, volar por la noche y podían provocar enfermedades e incluso tempestades.
Los arúspices observaban meticulosamente a las víctimas antes de abrirlas, las entrañas eran cuidadosamente estudiadas al igual que la llama que se formaba al quemar las carnes, hasta la harina, el vino y el incienso que se servían en los sacrificios eran observados. Pero ningún augurio, ni tan siquiera el de la observación de las aves, podía superar en prestigio al de la hepatoscopia.
Podríamos pensar que los augures podían ser sobornados por algún político sin escrúpulos para conseguir así sus objetivos: retrasar o adelantar unas elecciones, conseguir un cargo o un negocio… Y sí, no vais mal encaminados al hacerlo porque también existía la corrupción y el cohecho. No se puede decir que nuestros políticos no han estudiado historia, ¡saben hasta latín!
Y ahora os pregunto por el origen de la expresión «pájaro de mal agüero». Como no, al igual que en tantas y tantas otras, su origen se remonta a estos tiempos en los que los ritos sacerdotales de la antigua Roma señalaba al ave que traía malos presagios como «pájaro de mal agüero».
Para saber más:
Livia y la adivinación inductiva
Un libro:
Amor contra Roma, de Víctor Amela
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