
Si hay algo que nos repiten hasta la saciedad estos días para frenar la expansión del coronavirus y a la vez protegernos individualmente, es que permanezcamos confinados en casa y que nos lavemos y desinfectemos correctamente las manos, un mensaje dirigido a toda la población que se convierte en una medida de prevención esencial que cierra la puerta a virus, bacterias y hongos. Dejando a un lado al coronavirus, un dato: la sepsis, una infección que altera la respuesta normal del cuerpo y provoca lesiones en tejidos y órganos, causa cada año hasta seis millones de muertes en todo el mundo, a pesar de que la mayoría de ellas se pueden prevenir. En imagen os presento el invento y la idea más económica y que más vidas ha salvado (y sigue haciéndolo) en todo el mundo: el lavamanos de Semmelseis.
Una genial observación
Ignaz Philipp Semmelweis nació en 1818, estudió medicina y se graduó como obstetra con 26 años. Será trabajando en el Hospital General de Viena, donde acudían numerosos estudiantes de medicina de toda Europa, cuando se percató de la elevada mortalidad por fiebre en las gestantes que acababan de parir. Recogió información, analizó la situación entre dos salas de maternidad del hospital, una atendida por médicos y estudiantes de medicina y la otra, por parteras, y concluyó que la mortalidad en la sala atendida por los galenos triplicaba a la de las matronas. Ambas salas eran idénticas en cuanto a su localización, ventilación y tamaño.
Una de sus primeras observaciones no pudo ser más errónea al identificar que cuando una mujer moría de fiebre, un sacerdote pasaba por la sala de médicos con un asistente que tocaba una campana. Semmelweis erró al pensar que este ritual las aterrorizaba tras dar a luz y enfermaban con intensas febradas que les provocaban la muerte. Tras obligar a los sacerdotes a tomar otra ruta y dejar de tocar la campana, la mortalidad seguía siendo igual de elevada.
Más tarde, se percató de que la única diferencia que había en la atención de los partos entre las dos salas era que los médicos y estudiantes que atendían a las parturientas lo hacían en muchas ocasiones tras realizar autopsias de cadáveres, así que, afirmó que existía una «materia cadavérica» que era transportada por ellos y que provocaba la enfermedad. Por el contrario, en la otra sala no ocurría esto.

Eran tiempos que resultaba más seguro ser tratado en casa que en un hospital, donde las tasas de mortalidad en general eran hasta cinco veces más elevadas. Incluso las mujeres que daban a luz en la calle morían menos que las que lo hacían en un centro sanitario, pero se desconocía el motivo, y se pensaba que las enfermedades se propagaban a través de un vapor venenoso suspendido en partículas de materia en descomposición (miasmas).
Semmelweis a mediados de mayo de 1847 propuso que antes y después de atender a las pacientes debían lavarse las manos con una solución con cloro y para ello realizó un experimento en el que anotó minuciosamente todos los datos que recogía. Al finalizarlo advirtió que la mortalidad disminuyó drásticamente y poco tiempo después un hecho le confirmaría todas las sospechas:
Su amigo y profesor de medicina legal, Kolletschka, murió a consecuencia de unas fiebres por un corte en un dedo mientras realizaba una autopsia. Tras practicarle la necropsia al profesor halló lo mismo que encontraba en las madres que morían de fiebre puerperal.
La negación de la realidad de la comunidad científica
Antes que Semmelweis algunos «osados» médicos ya propugnaban medidas preventivas de desinfección de las manos para reducir la fiebre puerperal: en 1795, el obstetra escocés Alexander Gordon de Aberdeen, y en 1829, el Dr. Robert Collins, en Dublín. Observaciones rechadas por la comunidad científica del momento.
Tras presentar a los colegas médicos sus conclusiones con datos objetivos, no solo le negaron la evidencia, sino que le acusaron de insultar la imagen de los médicos, y es que Semmelweis no podía explicar el porqué de esos resultados,además, culpaba a los propios galenos de ser los responsables de la muertes de sus pacientes. Su propio jefe, el profesor Klein, le prohibiría poner en práctica sus observaciones, relevándole de su trabajo en 1849. Así, regresó a Pest, en Hungría, al pequeño Hospital Szent Rókus, donde aplicó su método y redujo nuevamente la tasa de mortalidad.

¿Se trataba de un loco?
A partir de 1860, las críticas y el desprecio recibido a pesar de sus excelentes e innegables resultados hizo que sufriera episodios depresivos, estrés e irritabilidad. Sus amigos de profesión más cercanos observaron un progesivo deterioro de sus facultades y le diagnosticaron de psicosis paranoide. Solo quedaba una cosa por hacer: ingresarle en un manicomio.
Con el pretexto de visitar un nuevo instituto médico un colega suyo le llevó a la institución psiquiátrica. Semmelweis, al darse cuenta de lo que realmente sucedía, trató de irse y en el forcejeo con los guardas le golpearon antes de ponerle la camisa de fuerza y le confinaron en una celda. Dos semanas después, murió por una herida gangrenada en su mano derecha, tenía 47 años.
La autopsia de su cuerpo reveló múltiples focos sépticos en distintos órganos de su cuerpo, compatibles como complicaciones a consecuencia de la herida sufrida durante el forcejeo, además, presentó cambios en su sistema nervioso central compatibles con una neurosífilis que explicaría la demencia precoz y los cambios en su carácter.

El reconocimiento de su logro llegaría tras su muerte al identificar Pasteur, en 1879, al agente causal de la infección, el Streptococcus pyogenes en la sangre de una paciente con sepsis puerperal. A día de hoy, la importancia de una medida tan simple como el lavado de las manos aún no ha sido superada en medicina.
Link imagen:
Información basada en el artículo Semmelweis and his outstanding contribution to Medicine: Washing hands saves lives, de Marcelona Miranda C. y Luz Navarrete T. Clínica Las Condes, Santiago de Chile (MMC, LNT)
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