En el año 394 el emperador Teodosio cierra el templo de Vesta y apaga la Llama sagrada -algunos dicen que él mismo- que tan celosamente mantenían encendida las sacerdotisas. Pocos años después cae el Imperio Romano de Occidente a manos de los bárbaros. ¿Casualidad? Probablemente sí, pero durante más de mil años se había vaticinado que si esto sucedía una gran tragedia pondría en riesgo la continuidad y seguridad de la misma Roma.
La diosa Vesta se representaba con la forma de una mujer muy bella sosteniendo un cuenco votivo y una antorcha que tras ser cortejada por Apolo y Neptuno prefirió permanecer virgen y pura. En Grecia se la conocía como Hestia pero sería en Italia donde su culto adquirió gran importancia ocupándose un séquito de sacerdotisas sagradas de su veneración. Era la diosa del fuego y representó el bienestar del propio Estado aunque era algo más que eso ya que en todas las casas se le daba culto al considerarse también como la diosa del hogar.
Según Plutarco hay que buscar sus orígenes en los inicios de la misma Roma cuando esta era una Monarquía, en concreto con el segundo rey, Numa Pompilio, que en el siglo VII a. C. instituye las vestales. El encargado de elegirlas era el Pontífice Máximo, que en un principio las seleccionaba entre las niñas de la aristocracia y con el tiempo, entre las hijas de seis a diez años de cualquier ciudadano honrado (siempre y cuando no se presentaba una familia lo suficientemente prestigiosa como para ofrecer a su hija). En sus inicios es probable que fueran dos pero con los años pasaron a ser seis, debiendo ser vírgenes, bellas y de padres reconocidos. Eran separadas de sus familias y tras cortarles el pelo se les conducía al templo para prestar sus servicios durante 30 años. En ese tiempo pasarían por tres etapas: los primeros diez los dedicarían al aprendizaje, los siguientes diez prestarían sus servicios de culto y los últimos diez enseñarían a otras vestales.
Llevaban un gorro rojo (flammeum) y seis trenzas en el pelo (como las mujeres casadas). Vestidas con una especie de venda de lana blanca (ínfula), un velo blanco (sufíbulo) y un simple chal largo recogido sobre su hombro izquierdo, sus movimientos por la ciudad eran muy restringidos. Deberían permanecer siempre vírgenes, siendo supervisadas en todo momento por una vestal superiora (Virgo Vestalis Maxima). Su residencia era la Casa de las Vestales, detrás del templo de Vesta, un edificio de tres plantas al pie del Monte Palatino.
Su mayor responsabilidad era la de mantener encendido el fuego sagrado del templo situado en el Foro romano, pero no era la única. Entre sus tareas destacaban: presenciar ceremonias religiosas, purificar la tierra del Templo cada mañana con el agua extraída de una fuente dedicada a la ninfa Egeria y cuidar de reliquias religiosas. Algunos aristócratas aprovechaban su inviolabilidad para que protegieran sus documentos y cartas importantes.
Otra tarea exclusiva de ellas -y que ningún sacerdote masculino podía realizar- era la de preparar durante las Vestalias una especie de torta no comestible conocida como mola salsa y que sería utilizada posteriormente con los animales destinados en los sacrificios públicos.
Pero no todo eran deberes, también disfrutaban de muchos privilegios como el de poder ser escoltadas por los lictores cuando paseaban por las calles, el disponer de las mejores localidades en los juegos o en el teatro, ser invitadas a suntuosos banquetes y tener la potestad de absolver a un condenado a muerte.
¿Y qué ocurría si por un infortunio dejaban que se apagara el fuego sagrado que tan celosamente guardaban o si por un «descuido» rompían su voto de castidad?
Inicialmente se les castigaba con la lapidación, pero años después el rey Tarquinio impondría una condena mucho más cruel: se les maniataba y se les cubría con un sudario para después colocarlas en una litera. Las exhibirían por las calles y al presentarse delante del Pontífice Máximo, este levantaría sus brazos y tras recitar una plegaria, la vestal atravesaría una lápida para descender hacia una cripta. Allí, enterrada en vida, encontraría una lenta muerte. Y si esto no era suficiente, dejaban comida y agua en su interior para prolongar más tiempo su agonía.
Si la falta había sido el adulterio, su compañero tampoco se libraría de un suplicio hasta la muerte y así pudo haber pasado con Marco Licinio Craso, uno de los hombres más ricos de Roma gracias a sus oscuros negocios inmobiliarios, que fue acusado por un tal Plotino de seducir a una vestal llamada Licina. Cuando Craso se presentó delante del tribunal reconoció que visitó a la joven pero no para seducirla sino para adquirir una villa de su propiedad. Esta versión no hubiera sido creída si lo hubiera dicho otro en su lugar pero al tratarse del codicioso Craso… Finalmente fueron ambos absueltos aunque ya conocemos todos como acabó Craso unos años después.
Puede parecernos increíble pero solo se conoce el nombre de 22 vestales castigadas en los más de mil años de existencia y entre las vestales más famosas que se conocen destacan:
–Julia, que rompió sus votos al contraer matrimonio con el Emperador Heliogábalo pero no fue castigada debido a la crisis política que sufrían en ese momento y también por tratarse del mismísimo Emperador.
–Occia, una de las más famosas Vestalis Maxima que presidió la orden… ¡57 años!
–Rhea, que según la leyenda era la madre de Rómulo y Remo, fundadores de la misma Roma.
Así pues… ¡enhorabuena familia, su hija será vestal!
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