
Cuando Íñigo se puso en marcha hacia Cataluña iba vestido con un hábito hecho con una sobria tela oscura ceñida por un cordón, se dirigía a Tierra Santa para consagrarse a Dios. En ese momento no era consciente del hecho que iba a cambiar su vida y la de muchas otras personas. Era el mes de marzo, el año, 1522.
Un año antes con 30 cumplidos, se encontraba defendiendo el castillo de Pamplona contra las tropas francesas de Francisco I, un rey dispuesto a arrebatar al emperador Carlos V el territorio de Navarra. Transcurridas nueve horas de intenso asedio el destino quiso que sucediera algo tan inesperado como crucial en la vida de Íñigo de Loyola, una bala de cañón le impacta en su pierna derecha dejándole también la otra malherida y ocasionándole una cojera que nunca más le abandonaría.
Nacido en Azpeitia (Guipúzcoa) era el último de trece hermanos, y aunque su padre hubiera preferido que hiciera carrera en la Iglesia prefirió dedicarse al cometido de caballero, seducido por las armas, el juego y las mujeres. Mientras convalecía de las heridas, aburrido tras largas horas de reflexión obligada, cayeron en sus manos varias lecturas religiosas. Fue en ese momento que se planteó un cambio en su vida: sería caballero, pero no de un Rey sino de Cristo. Como muchos otros en aquellos tiempos, decidió peregrinar a Tierra Santa. Se dirigió a la ciudad de Barcelona confesando sus pecados al llegar a la abadía de Montserrat.
En Manresa, ya muy cerca de su destino, se detuvo en un hospital para hacer una parada de unos días pero esa breve estancia acabó prolongándose durante casi un año. Se retiró a una cueva excavada en la roca rezando siete horas diarias, durmiendo en el suelo y flagelándose con una cadena. Los prolongados ayunos que realizaba le hicieron caer enfermo y entonces fue cuando sufrió las visiones que le ayudaron a sobrevivir. Estas experiencias las plasmó en un manual práctico sobre los métodos de oración y el examen de conciencia: los Ejercicios Espirituales.
En febrero de 1523 llegó a Barcelona y partió hacia Roma para solicitar la bendición y el permiso papal para dirigirse, por fin, a Jerusalén. Tras visitar todos los santos lugares pensó en quedarse y no regresar nunca más, pero las tensiones entre turcos y cristianos le hicieron abandonar esa idea. Fue entonces cuando decidió, tres años después de dejar la espada, coger la cruz y ordenarse sacerdote. Para ello se formó intelectualmente estudiando latín y gramática en la Universidad de Barcelona, filosofía en la de Alcalá de Henares y más tarde teología en París. Su apariencia desaliñada y sus charlas sobre religión causaban cierto recelo entre las autoridades eclesiásticas españolas siendo denunciado y obligado a dejar de predicar. En dos ocasiones acabó en la cárcel y fue entonces, en 1528, cuando decidió trasladarse a París. Allí propuso a Pedro Fabro, Francisco Javier y Diego Laínez, realizar sus ejercicios espirituales. En agosto de 1534, en la colina de Montmartre, realizaron los votos de pobreza y castidad decidiendo ponerse a disposición del papa tras desistir de regresar a Tierra Santa. Acudieron a Roma y tomaron el nombre de «Compañía de Jesús». En ese momento dejaron de vivir de las limosnas y se transformaron en una orden religiosa, aprobada por el pontífice Paulo III en 1540. Añadieron a sus votos uno de obediencia al papa y se convirtieron en protagonistas de la difusión de los ideales de la Contrarreforma.
Ignacio de Loyola fue beatificado en 1556. Tras su muerte la Compañía de Jesús tenía mil miembros, cincuenta años después eran 13 000 siendo en la actualidad cerca de 20 000, presentes en los cinco continentes.
Una novela:
Afán de gloria, de Luis del Val. Ed. Espasa, Madrid (2009).
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