De las 30 000 tablillas recopiladas en la biblioteca de Asurbanipal descubiertas en Nínive por Austen Henry Layarde en 1841, unas 800 están dedicadas a la medicina. Entre ellas encontramos una tablilla sumera de hace unos 4000 años, la primera receta médica de la historia, en la que se describen una docena de remedios naturales, sin magia, sin hechizos. Este descubrimiento ha servido para intuir la práctica de la medicina en la civilización mesopotámica, una medicina que sin embargo nunca alcanzaría la categoría que tenía la de sus vecinos, los egipcios.
En el 3000-2000 a. C. pensaban que las enfermedades (shêrtu) no podían ser causadas directamente por los dioses -estos habían creado al hombre para que trabajasen para ellos, no siendo lógico que les castigaran con males que les agotaran-. Los culpables no eran otros que un ejército de hasta 6000 demonios dispuestos a provocar pestes, fiebres, abortos y epidemias, que castigarían a los hombres de sus pecados.
Existían dos especialistas que se complementaban a la hora de sanar: el asû y el âshipu. El primero prescribía los tratamientos para sanar los males físicos y anímicos -sería el médico propiamente dicho-, mientras que el segundo se ocupaba de las enfermedades consideradas sobrenaturales, algo así como un mago o exorcista. La finalidad del tratamiento no era otra que la de expulsar los agentes malignos del cuerpo y para conseguirlo debían actuar conjuntamente, pero en distintas fases. Primero el enfermo ordenaba a los demonios salir del cuerpo:
Después se dirigían a los dioses suplicándoles ayuda para combatirlos mostrando arrepentimiento por sus faltas.
Desconocemos cómo se transmitían esos conocimientos médicos, aunque es probable que existiera un centro principal en la ciudad de Isin, lugar de residencia de la diosa Gula, la divina sanadora.
Para el diagnóstico usaban la adivinación con el estudio del vuelo de las aves, los astros o el estudio del hígado de algunos animales (hepatoscopia), este último considerado como muy eficaz al creer que el hígado era el «templo de la vida».
Para elaborar los medicamentos utilizaban minerales (cloruro sódico, nitrato potásico…), animales (cabezas y pieles de serpientes, grasa, sangre, huesos…) y más frecuentemente vegetales, tanto de plantas (mirto, tomillo…), como de árboles (sauce, higuera, palmera datilera…) que eran administrados directamente, disueltos en líquidos (cerveza, vinagre, miel) o cocidos. Podían ser ingeridos oralmente, aplicados en enemas, en ungüentos o aspirados mediante vapores.
Su conocimiento de la anatomía humana era muy escaso al igual que el instrumental quirúrgico que utilizaban -al menos no nos han llegado muestras de ello-, agujas, lancetas, espátulas, pinzas y poco más. Los gallubu era los cirujano-barberos de casta inferior encargados de hacer pequeñas intervenciones como extracciones dentales, flebotomías, drenajes de abscesos…
El exorcista utilizaba amuletos y figuras para sus ritos, y cuando querían aumentar su poder de sanación se disfrazaban con un traje de pez para hacerse pasar por uno de los Siete Sabios (Apkallu) una de las criaturas que según la tradición surgieron de las aguas al inicio de la Creación.
No sé, pero si me dieran a elegir en aquellos tiempos entre ponerme enfermo en Mesopotamia o en Egipto, no dudaría en responder que en este último.
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Información basada en el artículo Mesopotamia: el nacimiento de la medicina, de Felip Masó Ferrer, arqueólogo y especialista en el Próximo Oriente. N. G. History nº 89.
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