¿Cuántos de vosotros os apuntaríais a pasar unos días, unas semanas e incluso unos años en esa época esplendorosa y admirable del Imperio romano? Seguro que muchos. Pero ahora formularé la pregunta con un «pequeño» matiz. ¿Cuántos de vosotros os apuntaríais a pasar unos minutos, unas horas o puede que unos días en la Antigua Roma siendo esclavo? Ninguno (bueno siempre habría algún tipo duro que sí).
Roma siempre dependió del trabajo esclavo, que formaba la base de su economía y sociedad, siguiendo el ejemplo de otras culturas antiguas. La industria minera, diversas empresas y grandes fincas agrícolas requerían una cantidad sustancial de mano de obra. Esta demanda aumentó notablemente a partir del siglo II, tras las victorias de Julio César, lo que resultó en una afluencia masiva de personas esclavizadas. Los generales romanos capturaban miles de prisioneros en sus conquistas y posteriormente los vendían en subastas públicas. Prueba de ello es el comercio de un millón de esclavos durante las Guerras Galas, así como la venta de diez mil esclavos en un solo día en Delos. En estas subastas, el precio de venta promedio alcanzaba alrededor de quince cientos denarios, aumentando a veinticuatro mil sestercios para el siglo II a.C.
A diferencia de la sociedad griega, la condición de esclavo en Roma implicaba carecer de derechos y ser considerado una propiedad, cuyo amo disponía a su entera conveniencia. La posesión de esclavos no era exclusiva de los ricos, sino que cualquier ciudadano romano de cierto estatus podía contar con sus servicios. Hacia el final de la República, se estima que alrededor de un tercio de la población era de condición esclava. Este sistema generó un próspero negocio en el que la compra y venta de esclavos se llevaba a cabo en tiendas y de manera privada, e incluso existían empresas que los alquilaban, todo bajo la regulación de leyes y la supervisión de funcionarios, como los cuestores.
Pero en lo que a derechos se refiere, hubo una evolución significativa entre la época de la República y la del Imperio. Durante la República, los esclavos eran considerados meros animales de trabajo; sus dueños tenían el poder de venderlos, castigarlos o incluso matarlos sin rendir cuentas ante nadie. Legalmente, no tenían derecho a formar una familia, aunque se permitía la cohabitación (contubernio). En la época Imperial, se produjo un cambio en el trato hacia los esclavos, con la introducción de nuevas leyes que prohibían matar a un esclavo sin motivo justificado, así como separar a los niños de sus madres. A pesar de esta supuesta «evolución» en la mentalidad de la sociedad romana, la esclavitud seguía siendo considerada como una necesidad incuestionable. En el período comprendido entre el 50 a.C. y el 150 d.C., la demanda de esclavos ascendía a más de medio millón anualmente.
Cuando un esclavo cometía un delito, era un hecho poco común debido a las graves consecuencias que acarreaba, no sólo para el esclavo en cuestión, sino también para otros. En una ocasión, un esclavo escapó después de agredir y matar a su amo, lo que resultó en la ejecución de 400 de sus compañeros bajo el pretexto de que no habían acudido en ayuda de su amo. Volviendo a la pregunta inicial, la responsabilidad recaía en el dueño, quien debía compensar el daño causado. Otra opción era entregar al esclavo a la víctima de la agresión para que hiciera con él lo que considerara oportuno. ¿Y si el esclavo fuera víctima de un delito cometido por alguien que no fuera su dueño? En ese caso, el esclavo era la parte ofendida y podía exigir acciones adecuadas contra el agresor.
Algunos esclavos portaban un collar con una placa conteniendo la siguiente inscripción: «tenemene fucia et revo cameadomnum et viventium in aracallisti». Esta frase era equivalente a «detenedme si escapo y devolvedme a mi dueño». En caso de fuga, los propietarios contrataban cazadores de esclavos profesionales y difundían descripciones del fugitivo en todas direcciones. Aquellos capturados eran cruelmente azotados y condenados a trabajos forzados en canteras, siendo marcados en la frente con la letra «F» (fugitivus).
Es evidente que la consideración dada a este esclavo no era diferente a la de cualquier otra propiedad privada. Trabajaban diligentemente en los campos de las fincas, siempre bajo la supervisión del vilicus, un esclavo de confianza del dueño, que gozaba de poco favor entre sus pares. Aquellos esclavos que demostraban habilidades gerenciales y comerciales recibían privilegios que otros no tenían.
El dueño proporcionaba alimentación y vestimenta, que consistía en una única túnica al año, un abrigo, y un par de sandalias de madera cada dos años. En cada villa, se disponía de una prisión llamada ergastulum para encadenar a los esclavos indisciplinados. En las ciudades, los esclavos llevaban una vida relativamente más cómoda, sirviendo tanto al amo como a su esposa e hijos en diversas tareas domésticas como atender la mesa, cocinar, tocar música y leer libros. Sin embargo, no estaban exentos de tratamientos degradantes, como atestiguan los esclavos utilizados como porteros, quienes a veces eran encadenados a la puerta como meros guardianes caninos. El destino más cruel para un esclavo romano era ser trasladado a las canteras, donde muchos morían trabajando en condiciones inhumanas.
También existía la posibilidad de que el esclavo obtuviera su libertad, conocida como manumisión, a través de varios medios, ya fuera por sus servicios prestados, sus cualidades personales, el testamento de su amo o simplemente por la benevolencia del propietario. Durante el reinado de Augusto, el número de manumisiones fue tan elevado que el emperador se vio obligado a aprobar la Lex Fufia Caninia, la cual limitaba el máximo de liberaciones en función del número de esclavos que se poseían. El esclavo liberado pasaba a ser un liberto y formaba parte de la plebe, lo que significaba que debía continuar trabajando para ganarse el sustento, a menudo sirviendo a sus antiguos dueños.
Filósofos como Séneca, intelectuales, ciertos emperadores y la aparición del cristianismo contribuyeron a un cambio en las actitudes romanas hacia la esclavitud, volviéndolas más humanitarias. Sin embargo, la institución de la esclavitud no fue abolida (nunca lo fue), sino preservada. De hecho, el cristianismo mismo contribuyó a su perpetuación al proclamar que el pecado y la esclavitud eran castigos impuestos por Dios, y al enseñar que aceptar la esclavitud sin resistencia aseguraba la vida eterna para los «siervos del Señor».
A lo largo de los siglos, el déficit de esclavos fue suplido por libertos en las ciudades y colonos en las áreas rurales, pero eso es otra historia…
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