
En el centro de Barcelona, entre las calles Pau Claris y Caspe, están las dependencias de la Conselleria de Justicia. No deja de ser más que una casualidad pero se encuentra en una encrucijada curiosa de dos episodios históricos relevantes de nuestra Historia. Pau Claris encabezó la rebelión contra el conde-duque de Olivares en el siglo XVII, proclamando efímeramente la República Catalana Independiente, y a principios del siglo XV, el Compromiso de Caspe, un acuerdo entre nobles del Reino de Aragón y los Condados Catalanes en el que se entronizó como rey a un príncipe castellano, Fernando de Antequera, abuelo de Fernando el Católico.
Actualmente vivimos una situación política complicada en la que muchos (¿todos?) partidos políticos quieren hacer valer sus intereses en base a una legitimidad. Argumentan tener la razón de su parte, unos y otros, y mientras esto ocurre aumenta la incertidumbre sobre lo que pasará en el futuro. Si miramos al pasado encontramos situaciones similares y comprobamos cómo en ocasiones, con diálogo y consenso, se consiguen acuerdos. Uno de esos momentos clave lo encontramos en el año 1412 con el Compromiso de Caspe, un pacto que evitó una más que probable guerra civil ante el conflicto que representó la muerte del rey de Aragón Martín I «el Humano» (el sobrenombre le viene por considerarle muy religioso, bondadoso y por ser protector de las Humanidades) sin descendientes legítimos, extinguiéndose la estirpe de la casa condal de Barcelona fundada por Wifredo el Velloso seis siglos antes.
El rey Martín I casó con Margarita de Prades con el fin de concebir un hijo que le asegurara la línea sucesoria tras morir su único hijo por unas fiebres. Al no conseguirlo pensó en reconocer a Fadrique de Luna, un hijo ilegítimo de su fallecido hijo, pero se encontró con una fuerte oposición además de muchos candidatos al trono del Reino de Aragón, Valencia y los Condados Catalanes. Tras el nombramiento de Jaime II de Urgel como Lugarteniente de Aragón y Gobernador General de la Corona, y siendo rechazado este por la Diputación de la Generalidad aragonesa y por el arzobispo de Zaragoza al considerarlo virtual heredero de la corona, se iniciaron una serie de distubios que obligaron al rey revocar dicho nombramiento, y días después, el 31 de mayo de 1410, fallecería el monarca sin nombrar sucesor (algo más que sospechoso a pesar de ser alguien con poca salud) a la edad de 54 años y en el palacio de Bellesguard, donde actualmente se encuentra la torre de Bellesguard de Gaudí en Barcelona. En su lecho de muerte se le preguntó si quería que su sucesor fuera aquél que «debía serlo por justicia» y Martín I contestaría agonizante que sí.
Desde este mismo instante todos quisieron imponer sus candidatos según sus propios intereses: Fadrique de Luna, Alfonso de Aragón y Foix, Luis III de Anjou, Juan de Prades, Jaime II de Urgel, y Fernando Trastámara (I de Aragón) nieto de Pedro IV el Ceremonioso y el más próximo en parentesco al rey de Aragón. Los mejores posicionados para conseguirlo serían los dos últimos.

El 15 de febrero de 1412, Cataluña y Aragón firman la Concordia de Alcañiz en la que se establece que nueve compromisarios representarían los intereses de la Corona en la localidad aragonesa de Caspe, para deliberar y decidir quién de los candidatos sería el próximo rey, regulándose en 28 capítulos el procedimiento a seguir. La elección de estos representantes sería encomendada al gobernador de Aragón, Gil Ruiz de Lihorí, y a Juan Jiménez Cerdán, Justicia Mayor del reino. Estos designaron tres representantes de cada reino: por Aragón, el obispo de Huesca (Domingo Ram), el antiguo consejero real (Francisco de Aranda) y el letrado general de las Cortes (Berenguer de Bardají); por Cataluña, el arzobispo de Tarragona (Pedro de Sagarriga), el conseller de Barcelona (Bernardo de Gualbes) y el letrado general de las Cortes (Guillem de Vallseca), y por Valencia, el prior de la Cartuja de Portaceli (Bonifacio Ferrer), el dominico valenciano Vicente Ferrer y el experto en derecho Ginés Rabassa, que debido a su estado de salud sería sustituido por Pedro Beltrán. La Corte Condal ratificaría la composición de esta propuesta (a pesar de ser polémica en especial a lo que a los religiosos se refería) y el 22 de abril se iniciarían las deliberaciones con un plazo de dos meses para tomar una decisión.
Existen varias versiones acerca de lo que allí sucedió y no hay documentación coetánea que confirme cómo fueron las votaciones. Sí se sabe que el ritmo de trabajo fue intenso, reunidos en sesiones de mañana, tarde e incluso noches. La decisión lo requería, y el acuerdo entre las partes era urgente para no prolongar más una situación que podría desencadenar una guerra que nadie quería. Finalmente, sin votos forzados ni abstenciones, firman y hacen suya la decisión de nombrar a Fernando de Castilla como rey y señor de Aragón. El 28 de junio de 1412 sería proclamado y el 5 de agosto entraría en Zaragoza para jurar su título ante las Cortes.
Jaime de Urgel en un primer momento aceptó la decisión, pero posteriormente tomó la decisión de negarse a reconocer como nuevo rey a Fernando I y con ello denegar la decisión tomada por el Compromiso de Caspe, por este motivo se alzó en armas contra el monarca, pero fue derrotado en Castelflorite, Montearagón y asediado en el castillo de Balaguer donde finalmente se rindió. Jaime de Urgel fue condenado y sus bienes fueron confiscados, estando en varias prisiones hasta que finalmente murió en el castillo de Játiva el año 1433.

Las consecuencias del Compromiso de Caspe son interpretadas de manera bien distinta. Unos acusan a la dinastía de los Trastámara de ser culpable de la decadencia de la lengua y la política catalana y aragonesa. Otros, una traición a la Corona de Aragón por elegir un rey castellano. Pero también los hay que dicen que la coronación de Fernando de Antequera tiene su sentido solo en el contexto histórico del momento, pues los reinos de Aragón y Valencia no votaron a favor de Castilla sino según sus propios intereses, es decir, los aragoneses rechazando la política exterior de expansión mediterránea que promulgaban los catalanes y los valencianos influenciados por el dominico Vicente Ferrer. Sea como fuere, el diálogo y el consenso del momento evitaría una guerra.
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