Sí, para qué negarlo, existen olores insoportables al sentido del olfato, de hecho, recurrimos a ingeniosos ingredientes para intentar neutralizarlos como el vinagre de manzana, la esencia de vainilla, el jugo de limón o el bicarbonato de sodio. Percibir un mal olor nos hace sentir incómodos e intentamos huir de él como si de la peste se tratara. Recientemente, la prensa se hizo eco de un suceso cuanto menos curioso. Un avión que despegó de Ámsterdam aterrizó de emergencia en Portugal el mes pasado, el motivo: el «insoportable» olor corporal de uno de sus viajeros. No, no es que la persona en cuestión -por cierto, se llamaba Andrey Suchilin, un músico ruso- tuviera alergia al agua y no se bañara en meses, sino que padecía de necrosis tisular, una infección que ocasiona la muerte de los tejidos y consecuentemente el terrible olor. El hedor que desprendía era tan intenso que provocó el vómito y desmayo de varios de los pasajeros del vuelo. Pocas semanas después Suchilin sufriría un fallo multiorgánico que le ocasionó un coma y finalmente la muerte.
Hubo un tiempo que a falta de tecnología y del actual saber científico, el médico debía llegar a diagnósticos empleando a fondo todos sus sentidos, el olfato también. Así, el cáncer, la gangrena, la tiña… emanaban un olor específico que ayudaba a su diagnosis y los médicos, seguidores del Corpus Hippocraticum, lo olían todo: la orina, las heces, las úlceras, los vómitos… algo que provocaba la burla de los cómicos griegos que nombraban a estos esforzados galenos como «comedores de excrementos». El buen médico no debía (debe) rehusar el contacto con los malos olores y aún hoy en día debemos estar atentos a esa ventana de signos y síntomas que proporciona la observación del cuerpo enfermo. Encontramos ejemplo de ello en la fiebre amarilla, que huele como una carnicería; en la fiebre tifoidea, como pan integral fresco; en la insuficiencia hepática, como pescado crudo y en el coma diabético, como manzanas podridas.
Los perros tienen unos 300 millones de receptores de olor, los humanos «solo» cinco, y han sido entrenados para identificar algunos tipos de cáncer y diabetes. Caso aparte es el de esa mujer escocesa, Joy Milne, que con su capacidad olfativa podía saber si alguien padecía de Parkinson oliendo su camiseta, según ella, presentaban un olor «como a madera» ¡Increíble, pero cierto!
La Medicina hipocrática y galénica
En la Grecia antigua, los médicos hipocráticos debían primero conocer certeramente si una persona estaba o no enferma, y si padecía de algún mal, saber si este era incurable, en tal caso, debían abstenerse de intervenir. Después, comenzaba la etapa diagnóstica (katástasis) en la que debía tener presente el entorno del paciente, la exploración sensorial, la anamnesis o interrogatorio y finalmente, el razonamiento conclusivo. En base a todo ello, la experiencia del médico era determinante para el acertado diagnóstico.
El erudito y eclesiástico hispanogodo, Isidoro de Sevilla, describe hacia el año 634 en sus Etimologías, muchas enfermedades en base a esta exploración sensorial. El olor fétido, el color de fuego o el color de oro, serán propios de la hidropesía, la erisipela o la ictericia, respectivamente.
Durante la Baja Edad Media, el médico se apoyaba en dos aspectos básicos para llegar al diagnóstico: el examen de la orina y el pulso. Estos, junto a la inspección, palpación y percusión del cuerpo resultaban determinantes a falta de otros medios. Se vinculaban ciertas enfermedades a la falta de higiene y a la corrupción del aire, al quedar infectado por el hedor que emanaban y ser los transmisores del mal al introducirse por los poros abiertos de los cuerpos vulnerables.
En aquél tiempo, se asociaba a los aromas y perfumes una connotación positiva y en el caso concreto de las especias se apreciaban por presentar la propiedad de airear los humores, permitir su evacuación y actuar como purgantes. Si la enfermedad se expandía a partir de los malos olores, no es de extrañar que se utilizaran los buenos olores para combatir y neutralizarlos purificando la atmósfera y protegiendo al médico. En las epidemias de peste resultaba imprescindible que el médico indicara neutralizar los malos olores con hogueras y fumigaciones con azufre y salitre, e incluso, vinagre. Tratadistas como el licenciado Forés de la afamada Universidad de Salamanca, en su Tratado útil contra la Peste, aconsejaban preparaciones olorosas distintas si se trataban de pobres o nobles. Para los primeros, «yeruas de buen olor calientes o frías según el tiempo», para los más pudientes, preparaciones aromáticas «fecho pomo por mano de boticario segun arte», o como indicaba Veasco de Taranta con ámbar, incienso, aloes, azafrán, canela…
El afamado médico del siglo XVI, Damián Carbón, galenista arabizado como se le reconoce, autor del Libro del arte de las comadres, madrinas y del regimiento de las preñadas y paridas y de los niños, reconocía el buen esperma del varón «por su color y por su odor si fuere agudo fetido: como se echa sobre algún lugar» y la buena leche materna si » sea su odor bueno suave, no malo, ni fetido porque significaría putrefacción». En cuanto a la fertilidad, nada de complicadas técnicas ecográficas o analíticas, simplemente se fumigaba desde la vulva, donde ascienden los vapores hasta la boca o la nariz y así puede el médico comprobar el grado de fecundidad de la paciente «(…) puesto un grano de ajo en la vulva de la muger que este por buen espacio: si sintiere el olor en la nariz y el sabor en la boca no es por su parte la esterilidad».
Los tiempos cambian, por fortuna a mejor en lo que a la medicina se refiere, pero el cuerpo nos sigue hablando y hemos de estar atentos a lo que nos dice. Sí, la ciencia y el progreso es innegable y nos ayuda, pero no debemos olvidar nunca esta… «Medicina de los sentidos».
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