
Piojos cría el cabello más dorado, legañas hace el ojo más vistoso, en la nariz del rostro más hermoso el asqueroso moco está enredado
Quevedo
Antes de entrar en materia (y nunca mejor dicho) una advertencia a todos aquellos que seáis un poco escrupulosos con la higiene: no continuéis leyendo.
Me centraré en el conocido como Siglo de Oro, la época de Don Quijote, un hidalgo que casi nunca se lavaba y aunque pudiera parecernos que era debido a que Cervantes quiso darle un aire un poco «guarro» al personaje, nada más lejos de la realidad.

El agua ¡qué peligro!
En aquellos tiempos los propios médicos desaconsejaban los baños pues pensaban que el agua ablandaba el cuerpo al abrir los poros facilitando la entrada de las enfermedades. Esto era así que incluso pensaban que los ríos eran especialmente peligrosos para las mujeres pues si algún hombre o alguna de sus ropas estaban manchadas de semen y se sumergían en el arroyo, la probabilidad de que una mujer quedara embarazada por contacto era altísima al poder entrar el esperma por los poros de la piel. Esto no era un pensamiento aislado y de gente inculta pues el propio Lope de Vega no dudaba de ello y en una carta que escribió al Duque de Sessa le comentaba que un convento de Portugal tuvo que cambiar de ubicación al estar junto a un río, y en él se lavaba la ropa interior de los frailes observando que las mujeres del pueblo cercano, quedaban preñadas al beber el agua de la corriente.

El caso de los recién nacidos era especial. No, no voy a decir que los aseaban más sino todo lo contrario. En el siglo XVI pensaban que los bebés era totalmente porosos y nada más nacer se les bañaba para limpiar la sangre adherida tras el parto y después se les aplicaba por toda la piel sustancias que taparan sus poros: desde aceites hasta sal, desde cera hasta cenizas de cuerno de becerro. El propio rey de Francia, Luis XIII, tras el parto no se volvió a lavar hasta la edad de los siete años. Y si alguien se «atrevía» a bañar a un niño… nunca, nunca con agua fría, pues sino dejaría de crecer desde ese mismo momento.
¿Y cómo lo hacían para asearse?
… Y como hay que hacer caso de lo que dicen los médicos, la higiene era escasa, por no decir nula. Supongo que os preguntaréis que algo debían de hacer, que una persona aunque fuera en aquella época no podía estar sin bañarse durante años. Pues sí, algo hacían, se limpiaban en seco frotándose la piel con telas para después rociarla con algún perfume que disimulara el olor, como el ámbar, la algalia y el almizcle. Y quizás alguno se pregunte ahora cómo hacían para ponerse el perfume si no se había inventado el pulverizador. Ni cortos ni perezosos elegían a una criada (eso sí, con fuertes pulmones) para que con la boca llena de agua perfumada se la lanzara directa a la cara de la señora.
La cara nunca se lavaba (se quitaban la mugre con un trapo) pues hasta el siglo XVIII se pensaba que el agua les podía perjudicar la vista, provocar dolores dentales e incluso resfriados. En las manos y la boca utilizaban agua rebajada con vinagre o vino, pero el resto del cuerpo, el no visible, nunca entraba en contacto con el agua pues pensaban que la ropa interior absorbía las impurezas. Era mejor mudarse con frecuencia que lavarse. Con esto no quiero decir de que no quisieran estar limpios ya que su concepción de limpieza era otro diferente al que todos pensamos en la actualidad, implicaba mostrarse limpio aunque no se lavaran y es por eso que debían mantener su ropa limpia y cambiarla frecuentemente. Por tanto, llevar una camisa siempre blanca y un traje resplandeciente era considerado como signo de aseo, aunque nunca se tomara un baño. También se pusieron de moda los guantes perfumados (los fabricados en España eran especialmente valorados) que se regalaban para «quedar bien».

Y con la orina…
El aliento tampoco debía de ser muy agradable, las frecuentes caries y alteraciones bucales debían provocar una fetidez importante. Para ello, durante los siglos XVI al XVIII usaban una pasta muy blanca a base de almidón y azúcar (alcorza) con la que hacían grageas. Pero también utilizaban otro líquido mucho más barato aunque no tan agradable como colutorio, la orina, utilizada en la antigüedad desde que Hipócrates explicara sus bondades: curaba las enfermedades de los ojos, las quemaduras, las supuraciones de los oídos, las úlceras, las llagas de los genitales… Incluso se utilizaba para saber si una mujer estaba embarazada. ¿Cómo? Pues ahí va la explicación:
La mujer que quería conocer su estado de gravidez orinaba en un recipiente de barro en el colocaban una aguja por la noche. Al día siguiente, si la aguja tenía manchas rojas, la mujer estaba embarazada. Las inglesas eran un poco más brutas y utilizaban la orina de su marido ingeriéndola durante el parto para evitar así problemas médicos en el futuro.
Pero aquí no acaba la utilización de la orina (aún hay más). A partir de 1880, los panaderos que elaboraban su pan cerca de una fábrica de cerveza, usaron su levadura para producir el pan, pero muchos panaderos utilizaban orina en su producción hasta que en 1887 pudieron disponer de una levadura fresca.
Así es que cuando compréis el pan, aseguraros antes si hay una fábrica de cerveza cerca. 😉
Links imágenes
Juan Carlos Martins; William H. Jackson; Wikimedia; Web Gallery of Art
Información basada en el Centro Estudios Cervantinos; Historias de la Higiene, de Antonio Balduque Álvarez.
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