Tras la propuesta lanzada por Hesperetusa en un comentario en el que me proponía hablar sobre el rey Felipe II, su salud y su terrible fin, me puse manos a la obra y aquí os dejo este post sobre el monarca renacentista que reinaba en el Imperio, un Imperio en el que decían que «el Sol nunca se ponía».
Se le conoce como el «Prudente» y nació en Valladolid el 21 de mayo de 1527. Hijo del emperador Carlos I y de Isabel de Portugal, desde muy joven fue preparado para ser rey. Asumió el trono español tras la abdicación de su padre en 1556 gobernando el gran Imperio durante más de cuarenta años. Tras ser reconocido como su sucesor por los Estados flamencos y por las Cortes castellanas, aragonesas y navarras, dedicó toda su vida a gobernar desde la Corte madrileña. Se apoyó en un gobierno de consejos, rodeándose de secretarios y una administración centralizada. Tuvo que hacer frente a grandes dificultades económicas pero su mayor preocupación fue mantener y proteger el Imperio que heredó y es por ello que contrajo matrimonio en cuatro ocasiones: con María de Portugal, con María Tudor de Inglaterra, con la francesa Isabel de Valois y finalmente con su sobrina Ana de Austria, madre del sucesor al trono español, Felipe III. Su mayor triunfo fue el de completar la unificación iniciada por los Reyes Católicos y continuada con su padre.
John Elder en 1554 lo describía como:
(…) de estatura media, más bien pequeña, de rostro bien parecido, frente ancha y ojos grises, de nariz recta y de talante varonil. Su andar digno de un príncipe, y su porte tan recto que no pierde una pulgada de altura; con la cabeza y la barba amarillas (…) proporcionado de cuerpo, brazo y pierna, que la naturaleza no puede labrar un modelo más perfecto (…).
Aunque durante la mayor parte de su vida su salud fue delicada, a partir de los cuarenta años se acentuó su severidad siendo los diez últimos los que le lastrarían de una forma inimaginable para alguien de su porte. Prudente, reservado, constante, inteligente, culto y muy religioso, se ocupaba de todos los asuntos sin descanso pues quería saberlo y verlo todo. Se levantaba muy temprano trabajando o escribiendo hasta el mediodía. Comía siempre a la misma hora y habitualmente su menú consistía en pollo frito, perdiz, paloma, pollo asado, venado… incluso tenía bula del Papa que le permitía comer carne el Viernes Santo. Media hora después de comer firmaba los documentos y solo después, tres o cuatro veces por semana, salía a cazar con ballesta el ciervo o el conejo.
Sufrió de estreñimiento y hemorroides que ocasionaba que tuvieran que administrarle importantes dosis de enemas, pero también padeció asma, artritris, cálculos biliares y malaria, incluso dolores de cabeza quizá ocasionados por una sífilis congénita. Al igual que su padre sufrió de gota, teniendo su primer ataque a los 36 años aunque fueron en sus últimos tres años de vida cuando padeció de insoportables dolores. Las fiebres, cada vez más frecuentes a medida que pasaban los años, le provocaban una sed que no calmaba por más que bebiera agua y que a la vez hacía empeorar el hinchazón de su vientre y piernas.
En 1597 pasó su último invierno en Madrid como si fuera un moribundo. En la primavera decidió trasladarse al monasterio de El Escorial para poder morir allí, pero los médicos lo vieron tan débil que se lo desaconsejaron. En contra de la opinión de los galenos, el 30 de junio de 1598, le trasladaron en una silla de manos especialmente fabricada para él ya que no se podía ni mover. Hizo el trayecto en etapas muy cortas y tras siete días de camino llegó al monasterio donde le transportaron a su antiguo aposento, adyacente al altar mayor de la Basílica. Comulgó por última vez el 8 de septiembre al prohibírselo los médicos a partir de entonces por miedo a que se ahogara al tragar la hostia.
Cuatro llagas fistulizadas en el dedo índice de la mano derecha, tres en el tercer dedo y otra en el dedo grueso del pie derecho, esta última tan dolorosa que no se aliviaba con nada. En la rodilla un absceso producido por la gota provocaba que el mínimo movimiento le causaba una agonía insoportable. Esto le provocó que estuviera echado sobre la espalda, inmóvil en la cama durante cincuenta y tres días. Las heridas, infectadas, despedían un olor pestilente y durante este tiempo no se le pudo cambiar la ropa, ni moverlo ni levantarle. Incluso se llegó a decir que las úlceras eran tan nauseabundas que criaban gusanos. En opinión del profesor Gregorio Marañón debió estar afecto de anosmia (pérdida del sentido del olfato). Su hijo fue testigo de su muerte dándole un último consejo antes de expirar:
Hijo mío, he querido que os halléis presente en esta hora para que veáis en qué paran las monarquías de este mundo.
Se cuenta que Felipe II mandó fabricar un ataúd con los restos de la quilla de un barco desguazado, cuya madera era incorrupta, pidiendo que le enterrasen con un hábito de tela holandesa empapada en bálsamo. La caja de su ataúd sería de cinc y construida «bien apretada para evitar todo mal olor».
Esta fue la agonía del monarca más poderoso que pisó la Tierra.
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Cervantesvirtual.com; forocatolico
Links fotos:
Carlos Reusser Monsálvez-Museo del Prado; AldanaN; Michel-Ange Houasse-The Yorck Project
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